La población necesita pautas a seguir en situaciones extremas, además de alertas

María Viñas Sanmartín
maría viñas REDACCIÓN / LA VOZ

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Un voluntario madrileño, ayer acuclillado en las calles de Paiporta (Valencia).
Un voluntario madrileño, ayer acuclillado en las calles de Paiporta (Valencia). Nacho Doce | REUTERS

La experta en catástrofes Carmen Grau sugiere tener una mochila de emergencia

06 nov 2024 . Actualizado a las 09:11 h.

Volverá a pasar. Si no son inundaciones, serán incendios o terremotos. ¿Cómo se prepara una población para convivir con un riesgo permanente de debacle? Recibiendo —cuanto más pronto, mejor— la formación necesaria para reaccionar de manera inminente ante lo extremo. De la puntualidad de las alertas tempranas depende gran parte de la magnitud del desastre, pero no toda: saber cómo y dónde ponerse a salvo, qué llevarse y de qué manera ayudar al otro puede suponer la diferencia entre una desgracia inevitable y una devastadora crisis humanitaria. «Cuando se activa un aviso rojo, sabemos que hay peligro, pero no qué hacer, cómo actuar si estamos en la calle, en casa, en el trabajo, adónde ir, qué priorizar», expone la valenciana Carmen Grau, experta en gestión de catástrofes. Lleva diez años instalada en Japón, uno de los países mejor preparados del mundo para afrontar cataclismos. Desde allí, atiende con inmenso dolor a lo que está pasando en su tierra.

¿Sabemos qué hacer si estamos en un atasco y el agua, fuera, cubre las ruedas? ¿Tenemos claros cuáles son los espacios cercanos más seguros? ¿Debemos seguir lo que nos dicta el instinto? Explica Grau, que se doctoró con una tesis sobre la resiliencia de las mujeres japonesas en el desastre, que lo primero que hay que hacer es entrenarse en tiempos tranquilos. «Aquí se preparan desde muy pequeños. Los niños de tres años hacen en el colegio un simulacro de evacuación al mes, como si fuese un juego. En sus casilleros tienen todos su cojín de emergencias, con el que se cubren la cabeza para que si algo se derrumba no les haga daño —detalla—. Ante los incendios, saben que deben agacharse, taparse la boca y desplazarse muy despacio, sin correr, para no pisarse los unos a los otros».

Mantener la calma es clave. La japonesa es una cultura que maneja los desastres a través de un sistema asentado en la regulación del urbanismo y en la prevención, a la que se le presta mucha más atención que a la recuperación y a la rehabilitación. Su población ha aprendido a vivir en alerta constante, sin plantearse si tanta cautela —como sí sucede aquí cuando se lanzan determinados avisos— será exagerada. «Siempre mejor prevenir que curar», apunta Grau.

Los padres conocen los protocolos de las escuelas de sus hijos para acudir a recogerlos en caso de emergencia, a qué puntos dirigirse para no colapsar los accesos; los vecinos tienen memorizado en su cabeza el mapa de riesgos de su barrio, de su pueblo. En todas las casas tienen preparada una «mochila de desastres», cerca de la puerta. «Debería tenerla todo el mundo —sugiere la experta—, equipada con un botiquín, algo de abrigo, una linterna, una batería incluso y una radio». Insiste en esto último: «Personas que sobrevivieron al tsunami del 2011 me han dicho que se salvaron gracias a la radio, que además de mantenerles informados supuso tanto compañía como consuelo».

Muchos de los fallecidos en la zona cero valenciana perdieron la vida al intentar sacar sus coches de los garajes. «Aquí la gente sabe que hay que correr, lo repiten una y otra vez: hay que correr para salvar tu vida. Y una vez a salvo, preocuparse por ayudar a los demás y por las cosas materiales. En este tipo de decisiones puede estar la diferencia entre la vida y la muerte».

La experiencia de Bangladés: de 500.000 muertos en 1970 a menos de cien en el 2020

A los diez años, los niños de Daca saben distinguir si una serpiente es venenosa o no por la marca de su mordisco, conocen las diferentes lesiones que pueden sufrir durante un huracán y de qué manera tratarlas, están en disposición de manejar el estrés traumático, de atender a cualquier persona en estado de shock, y saben perfectamente qué implica una bandera izada, dos o tres, señales que estipulan el riesgo de ciclón.

Bangladés es, debido a su baja altitud y sus más de 230 cursos de agua, uno de los países del mundo más vulnerables a los fenómenos climáticos extremos. En 1970, el ciclón Bhola arrasó el antiguo Pakistán Oriental, cobrándose la vida de 500.000 personas y en el 2007 el huracán Sidr dejó más de 1.700 víctimas mortales; en el 2020 la tormenta tropical Amphan golpeó las costas del golfo de Bengala, provocando múltiples daños materiales. Los muertos —en India y Bangladés— no llegaron a los cien. Estaban preparados.

Ya en el Sidr, con refugios acondicionados por la Media Luna Roja —Cruz Roja— con agua potable, alimentos, luz y servicios de primeros auxilios, las evacuaciones previas a gran escala resultaron un éxito; también, el sistema de alertas tempranas y las campañas de concienciación pública. En el Amphan, se desalojaron también animales y muebles, y se dieron subvenciones incondicionales en efectivo a los hogares más vulnerables.