Junto a sus hermanos Josep y Jordi, fue proclamado varias veces mejor chef del mundo, al frente del Celler de Can Roca, punta de lanza de un proyecto culinario cimentado en la «magia que lleva a la cocina a un estadio distinto».
07 ene 2018 . Actualizado a las 13:09 h.Los hermanos Roca (el chef Joan, el sumiller y jefe de sala Josep y el repostero Jordi) son el alma del Fórum Gastronómico de Gerona, localidad donde se encuentra su Celler de Can Roca, restaurante fundado en 1986, acreedor de tres estrellas Michelin y considerado el mejor del mundo en varias ocasiones. La cercanía espiritual es la guinda de los Roca al acreditado nivel culinario de su trabajo. Ambos son correspondidos con un extremo cariño del público que sale a su encuentro en cualquier ámbito, aunque nunca haya tenido la oportunidad de ser cliente comensal del Celler. La Voz es testigo de excepción de esta circunstancia, en plena charla con el afable Joan Roca (Gerona, 1964).
-Atendiendo a los autógrafos que firman y las fotografías que les piden por la calle, parecen ustedes verdaderas estrellas del rock.
-No... je je. Somos roqueros, que es diferente... je je.
-Es abrumador.
-Es un momento dulce que vive la gastronomía. Es bonito. Quién nos los iba a decir. Cuando empezábamos en esto nadie quería ser cocinero.
-Discrepo. Sí querían, pero hablaban francés.
-Los cocineros de mi generación en España, al menos es mi caso, comenzamos a cocinar al rebufo de la nouvelle cuisine francesa, leyendo los libros de los grandes cocineros de la época, que todavía son vigentes. Michel Guérard, Alain Chapel, Troisgros... Eran cocineros que nos inspiraban, nos emocionaban, pero que los veíamos como distantes, lejanos e inalcanzables. Parecía que aquello solo iba a pasar en Francia y en ningún otro lugar del mundo. Lo veíamos con resignación e inconformismo. Pero también con ganas de cocinar y arriesgar. Fuimos varios los que empezamos a dejar de hacer lo que hacía nuestra madre y nuestra abuela en el restaurante y nos atrevimos.
-¿Se han alejado de la cocina de casa?
-No. Yo creo que no nos hemos alejado tanto de la cocina de casa. Evidentemente, hay una distancia. Porque la cocina de mi madre son tres señoras que cocinan para 150 clientes. Con dos pucheros y tres guisos de segundo tienen armado un menú con el que dan de comer a mucha gente. Nosotros somos cincuenta cocineros que cocinamos para cincuenta clientes. Hay más complejidad, más intención de contar cosas a través de pequeños bocados. Convertimos el comer en un ritual.
-No es una cocina para saciarse.
-No. Buscamos emocionar el corazón, pasar por la mente, interactuar con la memoria, emocionar en la medida de lo posible. Saciar el apetito, obviamente, también, pero buscamos muchas más cosas. Ahí está la magia que ha llevado a la cocina a un estadio distinto.
-¿Son ustedes contadores de historias?
-Absolutamente. Tenemos la suerte de entrar dentro del comensal con nuestro trabajo. Es fantástico, pero requiere tomarlo con una gran responsabilidad. Tiene más importancia de lo que pensamos.
-¿Ustedes miran de reojo al cliente, por la mirilla de la puerta de la cocina?
-Claro. Y si no miramos nosotros, mira la gente de sala, que está adiestrada para saber interpretar los movimientos, los silencios, las situaciones.
-¿Mandan ustedes o el comensal?
-Hay un diálogo permanente, pero evidentemente nosotros tomamos las decisiones, decidimos qué van a comer. Pero lo decidimos tras un aprendizaje, un recorrido, una perspectiva que nos da el tiempo, son treinta años de restaurante. Y de interacción con el cliente. Pero tomamos nosotros la decisión porque creemos que en ese momento en el que viene el cliente, lo mejor que le podemos dar es esto. Porque en el entorno tenemos estos productos, porque cocinado así es como mejor se nos ocurre que podrían estar cocinados hoy. Y eso es lo que queremos dar al cliente que ha hecho un viaje largo, que le va a costar un dinero (lo que no quiere decir que sea caro) y que se ha esperado once meses a tener la mesa... viene con una expectativa. Eso para nosotros es una gran responsabilidad. Queremos contar no solo una historia, sino muchas. Treinta bocados que te vas a comer sentado en nuestra mesa tres horas. Vamos a hacer que te lo pases bien y te vayas con un buen recuerdo.
-¿Le gustaría que no fuese tan exclusivo su Celler de Can Roca?
-Sí. Los restaurantes de alta cocina en España no son caros. La única forma es que haya más casas como la nuestra. En nuestro caso es imposible. Lo que no podemos hacer es clonarnos y montar otro restaurante. Ni al lado, ni en otro lugar. Preferimos solo uno, auténtico y de verdad, en el que estemos nosotros, que tenga alma y en el que podamos defender nuestro discurso. Esto genera, junto a los reconocimientos internacionales, que seas un objeto de deseo de los foodies de todo el mundo. Los comensales vienen de Chicago, Londres, Seúl, Helsinki...
-¿Compensa viajar para comer?
-Absolutamente. Yo lo hago. Lo he hecho desde que tenía dinero para gastar. Pensaba que yo era raro, porque era cocinero. Cuatro locos que cogíamos el coche y dormíamos en una pensión, pero nos sentábamos en un tres estrellas a comer. Ahora, ver que esto se ha convertido en una norma y que la gente lo valora como algo cultural, como vivir una experiencia importante para la que dedican recursos. Eso da valor a nuestro trabajo y permite que hagamos mejor lo que nos apasiona.
-Ustedes, los Roca, son embajadores de buena voluntad de la ONU. Palabras gruesas, ¿no le parece?
-Hay varias formas de serlo. Una es acudir a un acto, sacarse una foto y que se use eso. Y otra es, y esa fue nuestra condición: «Lo seremos si podemos hacer algo, ser útiles». Josep estuvo recientemente en Nigeria. Estamos poniendo en marcha un proyecto para ayudar a agricultores a conservar los tomates que se estropean durante la cosecha porque no hay cultura de conservar. Y llevamos a un chico de Gambia que trabaja con nosotros para comunicarnos con la gente de allá y explicarles nuestras técnicas. Lo que podemos aportar es conocimiento. Claro que sirve recoger a la gente que está llegando de África, pero hay que pensar en hacer acciones allí, darles herramientas para que aprovechen mejor su riqueza, su entorno y sus recursos. Un centro piloto de cocineros y agricultores. Es un proyecto ambicioso de desarrollo sostenible que pretende acabar con el hambre en el mundo en el año 2030.
-¿Cómo encaja esto en la parte más prosaica del negocio?
-Nosotros necesitamos generar recursos. Renunciamos a abrir restaurantes por el mundo, lo que nos daría recursos importantes. Tenemos que agudizar el ingenio, ser creativos. No se puede ser deficitarios. Si es el caso, dedícate a otra cosa. Lo acabo de decir alegremente, pero no es fácil. Hay que buscar el equilibrio entre el idealismo y el pragmatismo. Hemos sido idealistas, atrevidos, inconformistas, porque si no, no hubiésemos llegado hasta aquí, pero también conservadores, tomando decisiones adecuadas, no lanzándonos a cosas que nos hubiesen perjudicado, hemos sido prudentes. Hemos creado una estructura empresarial, con una cadena de heladerías, un local de eventos, asesorías, cuestiones de imagen muy meditadas, muy escogidas... pero obviamente hay que estar en eso para mantener la libertad. Si te vendes a según quién o según cómo contraes tu libertad. Hay que ser práctico, no solo idealista o romántico. Esa imagen del cocinero asociada al mal gestor... esto ya no vale. La economía va como va. Errores, los justos. Puede haberlos, y volver a empezar, y has aprendido, pero cuidado. Tocar siempre con los pies en el suelo.