—Lorenzo, ¿llevas mucho tiempo en La Voz?
—Unos cuantos años, respondió con una sonrisa pícara.
No se dio importancia. Me miró con cariño paternal y empezó a preguntarme por las flechas azarosas que me habían conducido hasta la redacción de La Voz de Asturias. Yo tenía 24 años y solo llevaba dos días en la profesión. El maestro tenía 63 años, el cuerpo lacerado por su mítica espondilitis anquilopoyética y el espíritu de un imberbe revolucionario. Viajábamos en un bus que ya será chatarra, quizá como los recuerdos, sólo que estos son más imperecederos.
Durante los siguientes cinco años que compartí redacción con Lorenzo en La Voz de Asturias, cruciales en mi vida profesional, aprendí el oficio a base de jornadas extenuantes y de las lecciones de mis mayores: las conversaciones con Lorenzo, los consejos de Faustino Álvarez, los artículos de Orlando Sanz. Somos esculpidos por quienes nos preceden, en un proceso de transmisión de conocimiento lento, fatigoso, pero eficaz. Esa es la gran herencia de Lorenzo, su magisterio fértil. La semilla que sembró en nosotros.
Tiempo después de aquel viaje iniciático en la línea 2 de autobuses, comprendí la dimensión de Lorenzo. Era un coloso aunque él no lo sabía. Un ilustrado riosellano a lo Agustín Argüelles, un rojo impenitente, un dandi recalcitrante. Un músico del periodismo: cada día ofrecía un recital de máquina de escribir que reverberaba en el silencio de silicio de los pecés. Confieso que le espiaba casi a diario, de soslayo, en la redacción. Como podría observar a Von Karajan o a Solti antes de poner en marcha la maquinaria de sus filarmónicas. Lorenzo reflexionaba en silencio mirando fijamente las teclas con las manos en la mesa hasta que repentinamente arrancaba la serenata y las palabras fluían: el milagro del periodismo. Hizo de la entrevista periodística un noble arte: me repitió muchas veces que debía ser un diálogo, que había que ir al fondo del entrevistado, que la entrevista solo podía cuajar como conversación.
El raposu
Dicen que murió el raposu, Lorenzo. Una columna afilada y alegórica publicada en La Voz de Asturias en el tardofranquismo haciendo mención a los rumores que daban por hecha la muerte del dictador le costó una larga suspensión de empleo en 1970 a manos de los censores y del gobernador civil Mateu de Ros. «Dicen que murió el raposu/ camín de la romería./ Que Dios lo tenga en su gloria,/ que buenas gallinas comía…». En la grisura de la dictadura su valentía se hizo legendaria y cuando le recordaba esas rimas 20 años después, Lorenzo sonreía con sorna y callaba con la discreción que siempre le caracterizó. A su padre le habían fusilado por republicano y de esa orfandad, de la que Lorenzo apenas hablaba, nació una ética izquierdista que nunca abandonó. En El rojo color de la memoria, su autobiografía publicada por Trea, Cordero nos dejó claves casi freudianas de una juventud traumática, de la que consiguió rehacerse.
¿Era rojo? Hasta la médula. Creía que el comunismo no había fracasado, simplemente no se había desarrollado aún: la sociedad utópica estaba por llegar. La sociedad justa llegará, me decía. Esperaremos con paciencia, Lorenzo.
Dicen que ha muerto Lorenzo Cordero a los 96 años, riosellano, periodista y maestro de periodistas. Pero todos sabemos que de alguna manera sigue vivo, como la esperanza.
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