Arreciarán las tormentas, pero el fin del mundo tardará en llegar

OPINIÓN

Un hombre local monta una bicicleta más allá de un obús autopropulsado ucraniano, en Kharkiv, Ucrania.
Un hombre local monta una bicicleta más allá de un obús autopropulsado ucraniano, en Kharkiv, Ucrania. STRINGER | EFE

13 sep 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Me decía un amigo en julio que era mucha la gente que estaba convencida de que se acerca el fin de los tiempos, lo que explicaría su disposición a tirar la casa por la ventana y gastar sin tino en una especie de asunción colectiva del carpe diem. Mi interlocutor era gijonés, con la innata tendencia a la exageración que nos caracteriza, y si es cierto que pocas veces se recuerda un éxodo vacacional como el vivido este verano, no conseguí apreciar comportamientos que atestiguasen esa creencia en la próxima venida del apocalipsis. Eso no evita que la sucesiva llegada de tempestades provoque una justificada inquietud.

Todavía con el COVID coleando, la guerra de Ucrania, el retorno de la amenaza nuclear, el inusual calor de este verano, acompañado de sequía e incendios, la inflación y la amenaza de una nueva crisis económica no pintan un buen panorama. Con seguridad, en tiempos no muy lejanos, se habrían multiplicado los movimientos y sectas milenaristas y los profetas del fin del mundo. Incluso hoy han crecido, pero no tanto como para suponer una amenaza, quizá con la salvedad de ese extraño país que es Estado Unidos. En cambio, se han multiplicado los populismos salvadores, que, con mucha demagogia y todavía más simplezas, amenazan con agravar la situación.

Los recientes éxitos ucranianos en el frente de batalla parecen contradecir lo que comentaba hace quince días sobre la guerra, pero sería una muy sorprendente que Rusia sufriese una derrota total. Podría ironizarse con que el nostálgico retorno de Putin al imperialismo zarista ha convertido a su ejército en émulo del de Nicolás II, caracterizado por sus espectaculares derrotas, incluso contra enemigos despreciados como el Japón de comienzos del siglo XX, pero el potencial económico y la industria militar de Rusia no son los de hace cien años. Sí puede ser que la falta de motivación, la desmoralización de los soldados ante una guerra injustificada, pase factura, lo que podría conducir al desmoronamiento del régimen, aunque no es conveniente precipitarse al analizar la evolución de una guerra como esta.

El calentamiento del planeta no va a tener una solución rápida, pero el negacionismo se ha convertido en criminal. Hay poderosos intereses que impulsan las campañas de las derechas radicales y medios de comunicación sin escrúpulos en favor de poner la economía por delante de la lucha contra la contaminación de la atmosfera, la tierra y las aguas. Llegarán las lluvias, incluso el frío, pero sería un error caer en el cortoplacismo y cerrar los ojos ante un proceso terriblemente destructivo.

Sin duda, hay que convivir con la industria y los transportes. Gijón y Asturias se hundirían sin Arcelor y el puerto del Musel. Las tesis radicales, que buscan el crecimiento cero de la población y la economía, son inviables, lo hemos comprobado con el envejecimiento de los países ricos o de China, que conduce a una crisis permanente del sistema de pensiones y a la atonía económica o, incluso, el empobrecimiento. Autoridades y empresarios deben buscar las formas de moderar las emisiones contaminantes sin ahogar la economía, en Asturias, en España y en todo el planeta. Los cambios deben ser progresivos, pero sin pausa.

La política puede contribuir a mejorar las cosas o a empeorarlas. En España, el señor Núñez Feijoo comienza a decepcionar. Ha demostrado que no es un buen orador, algo habitual en estos tiempos, pero también que carece de formación y de alternativas. Un político no puede ser experto en todo, pero su obligación es esforzarse en preparar sus propuestas, con estudio y con buenos asesores. Leía estos días vacacionales el excelente trabajo sobre Winston Churchill con el que Enrique Moradiellos ingresó en la Real Academia de la Historia. Quizá sorprenda a algún lector que el político británico careciese de formación universitaria, pero supo suplirla y ejercer con solvencia, con gobiernos liberales y conservadores, de diputado durante décadas, de ministro de varias carteras y, en dos ocasiones, de primer ministro. Tenía dificultades de dicción, pero logró compensarlas preparando sus discursos durante horas. Era un aristócrata conservador y profundamente anticomunista, pero percibió el peligro del nazismo y fue capaz de gobernar en coalición con los laboristas y de pactar con la URSS de Stalin y, sobre todo, fue extremadamente respetuoso con el sistema constitucional británico.

No voy a pedirle al señor Núñez Feijoo que se convierta en Churchill, pero sí mayor esfuerzo personal y sentido de Estado. El boicot del PP a la renovación de instituciones fundamentales es inadmisible, propio de un partido antisistema. Tiene todo el derecho a pretender cambiar la forma de elección del Consejo del Poder Judicial, pero eso no le exime de cumplir la ley mientras esté vigente. La utilizó cuando tuvo mayoría en las Cortes y pudo modificarla y, si ahora ha cambiado de parecer, podrá hacerlo cuando gane las elecciones. Mientras tanto, no debe bloquear las instituciones.

Pedro Sánchez no se caracteriza por su voluntad de dialogar, lo critican hasta sus aliados parlamentarios, debe hacer un mayor esfuerzo por negociar previamente las leyes con ellos y con el principal partido de la oposición, pero tampoco el PP ha dado muestras de sinceridad en la búsqueda de acuerdos. Pedirle al gobierno que renuncie a su mayoría en las Cortes a cambio de ponerse en manos de la oposición es un brindis al sol.

No va a ser fácil el combate contra la inflación. Como en los años setenta, los altos tipos de interés son inevitables, pero no suficientes para contener una subida de precios que se debe al encarecimiento de materias primas fundamentales. El acuerdo político sería bueno y Unidas Podemos debería comprender también que llegar a pactos con el PP, al igual que con los empresarios, no supone echarse en manos de la derecha. Sería importante que se empezasen a valorar por su contenido, no por quiénes los firman, cosa que en España parece lo único importante.

Mientras, Italia vive una extraña campaña electoral, desarrollada en los medios de comunicación, entre la indiferencia de la gente. Si no mira las portadas de los periódicos en los quioscos o enciende la televisión, el visitante del país no percibiría que se está produciendo. No es extraño el desapego con la política en una nación en la que se vota a los diputados creyendo que pertenecen a un partido y, en unos meses, se descubre que han formado otro o han cambiado de bando. Eso puede considerarse una ventaja si gana la extrema derecha: sabremos que tiene mayoría el 26 de septiembre, pero no si la conservará el año próximo, sin necesidad de que se celebren nuevas elecciones. En cualquier caso, no es un estímulo para confiar en líderes y partidos. Fratelli d’Italia puede ganar con cerca del 50% de abstenciones. Su capacidad de hacer daño desde el parlamento no tendrá relación con el apoyo real que conseguirá entre los italianos, mal sobrevivirá así la democracia. Del resultado de las elecciones italianas dependerá en buena medida el futuro de Europa, es otro factor de incertidumbre.

Merece un último comentario el fallecimiento de Isabel II. Es curioso que en tantos artículos elogiosos se destaque solo lo que no ha hecho, entorpecer la política del país, pero nada concreto que haya aportado, aparte de su presencia. Paul Preston destacó su papel simbólico, neutral, necesario, en su opinión, en los jefes de estado de las democracias. Algo válido para las parlamentarias, pero que también ejercen en ellas, con más legitimidad y generalmente más poder efectivo, los presidentes de las repúblicas. Italia es un ejemplo paradigmático, ha sabido elegir a presidentes que escaparon al descrédito de la política.

El problema de la monarquía sigue siendo su carácter anacrónico y que no deja de encarnar una invitación a la desigualdad natural entre los seres humanos, una pervivencia de la sociedad aristocrática del antiguo régimen insertada en democracias modernas. En España, el fallecimiento de la reina británica ha servido para poner de relieve, una vez más, la tontería de algunos políticos como la señora Díaz Ayuso o el señor Moreno Bonilla. ¿Qué pensará Vox? Aliado de la primera y examigo del segundo, no estará muy satisfecho con el homenaje a la reina de la pérfida Albión, que continuó con la ocupación de Gibraltar.

El mundo ha sobrevivido a Isabel II y, salvo que medie una improbable guerra nuclear, seguirá adelante. Que lo haga mejor o peor dependerá en buena medida de nosotros, como ciudadanos responsables que evitemos contribuir a destruirlo y como votantes.