En la política alemana, incluso las sorpresas no suelen conducir a grandes cambios. Así, y aunque la nueva coalición de gobierno que han formado el partido socialdemócrata (SPD), los Verdes y el Partido Democrático Libre (FDP) es inédita a nivel nacional, hay en ella más elementos de continuidad de los que podría parecer. Los socialdemócratas vienen de un largo período de coaliciones con la derecha, y al nuevo canciller, Olaf Scholz, se le considera prácticamente un imitador de Angela Merkel. Pero hay dos asuntos, que además están relacionados, en los que Scholz se enfrenta a retos que necesariamente van a alejarle de la herencia de Merkel: economía y política exterior.
Aunque Alemania siga siendo la locomotora de Europa, la economía que deja Merkel es mucho menos vigorosa que la que recibió hace dieciséis años. Lenta en la transición digital (baste decir que cuatro de cada diez empresas todavía utilizan el fax), la transición verde le plantea problemas mayores que a otras economías debido a su dependencia del sector del automóvil (un diez por ciento del PIB), que se encuentra en declive por múltiples razones. El «parón nuclear» decretado por Merkel en el 2011 ha hecho que la economía alemana sea también especialmente vulnerable a los problemas energéticos. Y es aquí donde el asunto se cruza con la política internacional: fue aquella decisión de Merkel la que lanzó a Alemania en brazos del gas ruso. Y también fue Merkel la que, para mantener a flote las exportaciones, hizo un pacto fáustico con China. Ambas decisiones hicieron de Alemania un país demasiado dependiente de esas dos potencias (arrastrando con ello, por cierto, a la política exterior europea a una parálisis permanente).
Ahora, la configuración de su gobierno obliga a Scholz a romper ese entramado de intereses. Verdes y liberales, que no están de acuerdo en nada, lo están en su deseo de distanciar a Alemania de Rusia y China, por motivos distintos: los liberales, porque consideran que ambos países juegan sucio en el mercado internacional, los verdes porque rechazan los abusos de los derechos humanos en China y consideran antiecológica la dependencia del gas ruso. Esto lo simbolizan especialmente en el gasoducto Nord Stream 2, que está a punto de entrar en funcionamiento, pero que ellos quieren paralizar definitivamente. El problema para Scholz es que el gas ruso está metido muy a fondo también en su partido: el excanciller socialdemócrata Gerhard Schröder es nada menos que el presidente de Nord Stream 2 y el principal lobista de Putin en Europa; el presidente alemán, el también socialdemócrata Frank-Walter Steinmeier, fue el «número dos» de Schröder y también aboga por el gasoducto, como muchos dirigentes locales y regionales del partido. La pregunta es si Scholz tendrá suficiente fuerza dentro del SPD como para imponerse a estos intereses creados. Si lo logra, se abrirá entonces una oportunidad que es a la vez un reto todavía mayor: cambiar radicalmente las bases energéticas de la economía alemana, del carbón y del gas a las renovables. No será fácil, pero es el único camino para que el gobierno que va a comenzar ahora su andadura sobreviva.
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