¿Te has preguntado alguna vez qué significa ganar una estrella Michelin? Muchos, casi todos ajenos al sector, responderán que una excusa para poder subir el precio, darse un capricho, salir en Masterchef o aumentar el personal en nómina. Pues bien, ganar una estrella Michelin es para muchos una meta, un objetivo o un logro. Es una manera de ver reconocido un talento, un esfuerzo y en muchas ocasiones un sacrificio. Es el sudor de aquellos que muchas veces han recorrido cocinas de todo el mundo aprendiendo de los mejores y viviendo en habitaciones compartidas casi pagando por trabajar. Porque sí, señores, una estancia laboral de prácticas en alguno de los pluriestrellados a veces no es tan bonito como lo pintan, pero de eso hablaremos en otro artículo.
Ganar una estrella Michelin es que el móvil rebose de llamadas y todos los medios se centren en ti e, indudablemente, también es un chute de prestigio para el cocinero que lo recibe. Asimismo, es un empujón que permite dar a conocer un territorio y sus productos y, lo que es más importante, la gastronomía general de la zona.
Por esto y por más, cuando me preguntan qué opino de la guía Michelin siento una bipolaridad absoluta. Por un lado, defiendo enormemente su labor a la hora de hacer de un restaurante al que pocos visitaban un lugar de culto. Y defiendo también lo que eso conlleva: que locales, hoteles y demás servicios de una región se vean enriquecidos de toda esta ebullición de sensaciones que nacen a raíz del premio.
Pero ¡ay, por el otro lado! Está claro que solo unos pocos «privilegiados» pueden formar parte de este firmamento culinario que conforma Michelin España pero ¿y los que no están? ¿son peores? Hace tiempo que dejé de buscar el patrón por el cual se rige esta guía a la hora de elegir restaurantes que formen parte de su lista, de hecho, metiéndome en camisas de once varas, creo que no se utiliza el mismo a la hora de juzgar las distintas zonas de España. Asturias tiene unos cuantos restaurantes que bien podrían merecerse una estrella. Al menos se me ocurren tres que superan algunos de los «estrellados» de otras comunidades. Pelusillas provincianas a parte, me siento tremendamente orgullosa de contar con nueve estrellas en mi tierra, de toda la gente que gracias a ellos hace kilómetros para recorrerse Asturias en busca de una buena fabada de los Morán. Aquellos que cruzan la península en busca del democrático menú degustación de Jaime Uz, uno de los más baratos estrella Michelín de España. Me enorgullece que haya tanta gente que pronuncie pitu caleya gracias al 'savoir faire' de los hermanos Manzano o vayan en busca de las famosas croquetas de su discípulo Ricardo Sotres al Retiro de Pancar. Por no hablar de José Antonio Campoviejo dando sentido al Sella o de Gonzalo Pañeda con ese oricio que sabe a gloria y que junto a Isaac Loya con su lubina hacen que el mar explote en el plato y cada cucharada sea Cantábrico puro.
Ganar una estrella Michelin es importante. Eso es innegable pero en este caso tendremos que conformarnos con haber sabido conservarlas, que no es poco. Porque a veces lo importante no es hacer amigos si no saber mantener los que tienes a lo largo del tiempo.
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