Pablo Pineda, primer graduado down de Europa y actor: «Me gustaría tener novia, pero la sociedad me impone una pareja down»

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Obtuvo el título de Magisterio en Educación Especial y de Psicopedagogía, pero nunca pudo ejercer como maestro: «No puedes dar clase. En cuanto terminas ya te pegan el zasca. Mi rol era como el de las mujeres. Estaba prefijado»

14 oct 2024 . Actualizado a las 10:53 h.

Pablo Pineda es capaz de sacudir los cimientos de nuestros propios prejuicios con tan solo una frase como la que encabeza este reportaje. Sí, el que es conocido por haber recibido una Concha de Plata por su película Yo también, además de por ser la primera persona con síndrome de Down en tener un título universitario en Europa y conferenciante con la Fundación Adecco, todavía sigue luchando contra las barreras y las imposiciones de una sociedad que no ve más allá de sus narices. Y lo hace en muchos aspectos de su vida, en el profesional, pero también en el personal. Porque reconoce abiertamente que le gustaría tener una pareja con la que compartir muchos momentos: «Pero la sociedad me impone que sea down». «Jamás he tenido pareja, pero me hubiera gustado. Ahora ya con 50 años que tengo es complicado. Me habría encantado tener una novia y que me dieran la opción a elegir. Que no me hubieran limitado a que tuviera down. La sociedad te dice que down con down, sí, sin down, no», explica, mientras sus palabras derriban algunos prejuicios que ni siquiera sabíamos que teníamos.

Este es solo uno de los muchos obstáculos que se ha encontrado a lo largo de su vida. Y que se seguirá encontrando. Como cuando estudiaba la carrera de Magisterio en Educación Especial y tuvo que escuchar que el profesor de Psicología decía en clase y delante de él, que las personas con down eran «repetitivas y torpes». «Se generó una situación curiosa, porque, claro, todos mis compañeros me miraban como diciendo: ‘¿Vas a decirle algo?' Pero me quedé callado. Estaba tan sorprendido...». De esa etapa universitaria recuerda que lo realmente difícil no fue sacarse la carrera: «Lo más difícil fue demostrar que una persona con síndrome de Down podía estar en ella. Eso fue lo más complicado y lo sigue siendo», comenta. Y es que la época tampoco ayudaba. Fue en el año 95 cuando Pablo se convirtió en universitario.

«Los profesores más o menos me conocían a través de Miguel López Melero, que fue mi mentor y quien me introdujo en la universidad. Hice la selectividad (antigua EBAU) como cualquier chico. Pero el problema no vino por mí, sino por la burocracia. Sobre todo cuando López Melero quiso que entrara por el cupo de discapacidad. Pero había que tener un porcentaje elevado, de un 60 %. Y yo tengo el 33 %, que en aquella época eso y nada eran lo mismo. En cambio, si tenías un 60 % de discapacidad, sí podías entrar. Era una incongruencia», cuenta.

Un 9 en selectividad

Y eso a pesar de que su nota de selectividad era muy superior a la media: «Tenía una gran nota. El mismo tribunal se sorprendió, porque era mejor que la media. Ahora no recuerdo bien, pero creo que era un nueve y medio. Siempre he sido muy estudioso. Era de los que estudiaba todos los días. No lo dejaba para el final como muchos compañeros. Y nunca fui muy juerguista. Al contrario. Soy un hombre muy tranquilo y rutinario. Eso sí, no me aburro. Tengo frikadas varias». Cuenta que una de ellas es ir haciendo listas de las canciones números uno que salen en la radio.

A pesar de haberse graduado en Magisterio, Pablo jamás pudo trabajar como profesor con niños. «La sociedad no está preparada para que una persona con síndrome de Down sea maestro. Ese es el gran problema. Porque has estudiado una carrera, pero luego no puedes dar clases. En cuanto terminas, ya te pegan el zasca. ¿Cómo un chico con discapacidad intelectual va a darle clases a un niño? Pero no son cosas concretas, son prejuicios, sesgos sociales de rol. El mío era como el de las mujeres. Estaba prefijado. Y a la sociedad no le gusta cambiar el rol», explica. Pablo entonces se matriculó en Psicopedagogía. Fue en el 2001: «Tenía un poco más de entidad. Pero tampoco. No quedaba bien que fuera profesor. Y me hubiera gustado muchísimo, porque a mí los niños me encantan. Además, había estudiado para eso». Pero tampoco pudo ser.

Durante su infancia cuenta que tuvo una niñez realmente feliz y que él siempre se sintió uno más con sus amigos y vecinos: «Fue una época preciosa y tengo muy buenos recuerdos. Los niños, por aquel entonces, éramos más de compartir». Empezó a darse cuenta de los prejuicios sociales en el instituto. «Primero fue estupendo. Pero segundo ya no. Y en tercero ya me di cuenta de los prejuicios de los jóvenes. Pero era algo sutil. No te decían nada, pero en ese nada estaba el tema. Estabas apartado, aislado, solo... Y eso es lo que peor te sienta. La soledad va unida a los prejuicios y es duro. Y algo parecido pasó en la universidad», confiesa.

Sorteando piedras

Aun así, él siempre fue capaz de capear el temporal con una buena dosis de alegría y optimismo. «Me he encontrado muchísimas piedras en el camino, pero es verdad que las he ido sorteando. También con la ayuda de mis padres, que fueron el motor de todo. Los que me dieron confianza desde el minuto cero, la estimulación temprana... Y luego el apoyo de mi familia, de mis amigos, de los que me rodean en el barrio y de mi mentor. Además yo tengo una autoestima muy grande y eso también ayuda».

Y como no le dejaron ser profesor, al final acabó convirtiéndose en conferenciante de adultos y empresas a través de la Fundación Adecco. Allí se dedica, precisamente, a romper las barreras con las que siempre se ha encontrado. «Ya que no me dejaron ser maestro de niños, pues ahora ejerzo con adultos. Imparto charlas a empresas, comités de Recursos Humanos, comités de dirección... Eso impone más, la verdad. Pero también ayuda a que las capas altas de la sociedad se mentalicen», dice.

Con todo, Pablo reconoce que desde que ganó la Concha de Plata hubo un punto de inflexión de la gente con él. «He tenido la inmensa suerte de caerle bien a la sociedad y de mostrarme en los medios de comunicación. Y eso, quieras que no, cambia mucho. La fama se idolatra. Y cuando me ve la gente en la calle, ya no ve a un chico con síndrome de Down, sino que ve al famoso, al actor. Me paran, me piden autógrafos... La sociedad ha ido cambiando conmigo desde que empecé a subir en el escalafón de la fama», confiesa.

Pablo vive solo desde hace dos años, cuando murió su madre. Ahora su perrito Pau es su única compañía y reconoce que aún hay muchísimo trabajo por hacer: «Es la mirada, la mentalidad, las actitudes. Es toda una cadena». Porque para él, lo único que lo diferencia de los demás, es el cromosoma 21 y unos rasgos físicos específicos: «Ya está. No hay más. E igual que con el resto, unos llegan más arriba y otros más abajo. Pero que yo me vea diferente a los demás, no». Sabe también que para muchas personas down, él es un referente, un ejemplo a seguir, aunque eso implique que sienta el peso: «A la vez que te gusta, también siento una gran responsabilidad. Pero lo voy a seguir haciendo hasta el día que me muera. Seguiré luchando por ellos».