Julieta Kühl, nicaragüense asentada en Gijón: «Mi infancia transcurrió inmersa en la guerra de los 80»
GIJÓN
Psicóloga de profesión, se trasladó a Gijón junto a sus tres hijas y su marido para escapar del calvario que la familia vivía en medio del conflicto político desatado en el 2018 en Nicaragua
21 jul 2024 . Actualizado a las 10:30 h.A finales del 2018, Julieta Kühl se vio obligada a trasladarse junto a su familia a Gijón, ciudad natal de su marido, su vida corría peligro y varios de sus alumnos habían sido asesinados. El calvario que entonces vivió como profesora de universidad y profesional de la psicología y la pedagogía le ha llevado ahora a trabajar como voluntaria en Cáritas. Su larga trayectoria profesional y su investigación científica han permitido a la nicaragüense comprender las consecuencias de la guerra, pero también llevar a cabo un proceso de sanación propio.
— Antes de venir a Gijón, toda tu vida se desarrolló en Nicaragua donde te licenciaste en psicología por la Universidad Nacional, ¿cómo era tu vida allí? ¿Cómo empezó todo?
—Comencé estudiando el primer curso de enfermería para complacer a mi papá y ese año me sirvió para confirmar mi vocación. Entonces, ingresé en la carrera de psicología. Era buena alumna, destacaba por mi aplicación del conocimiento más que por las calificaciones, aunque también eran buenas. Esto hizo que mis profesores me recomendaran a la misma universidad para el área de docencia.
En Nicaragua, la psicología tiene una aplicación mucho más amplia que aquí en España. Nosotros rotábamos haciendo prácticas por todas las áreas de la psicología. Fue así como, después de un año de haberme graduado, empecé a dar clases. Empecé jovencita, con 23 años. Fue un desafío porque la universidad es como estas instituciones como el ejército que son súper rígidas. Llegar con 23 años, mujer, a una institución que estaba liderada predominantemente por hombres en los cargos claves y muy mayores fue un desafío para mí.
Además de mi ejercicio como docente, creé un espacio y empecé a dar consultas. Mi único vicio es estudiar. Sentí la necesidad de formarme en pedagogía e hice una maestría, siempre en la misma universidad, una de las mejores del país.
—¿Cómo empieza tu pasión por la psicología y cómo ha sido tu carrera dentro de esta profesión?
—Yo nací en el 76. Eran años muy convulsos de la lucha contra la dictadura de Somoza. Mi infancia transcurrió en paralelo o inmersa en la guerra de los 80. En este contexto, sufrí abuso sexual por parte un militar cercano a mi familia. Mi proceso de formación como psicóloga implicó también un proceso terapéutico, para poder sanar las secuelas del abuso sexual. Una vez que uno empieza un proceso de sanación y de desarrollo personal no acaba nunca.
Continuaba trabajando y formándome en propuestas terapéuticas que iban llegando a Nicaragua y que se iban, como te digo, ofreciendo dentro de la universidad. Y ahí es donde me doy cuenta de mi vínculo, de las secuelas que había en mí de la guerra. Una vez comienzo ese proceso, empiezo a indagar en mí misma sobre mi relación con la comida, mi relación con el dinero, la tensión que se me generaba porque mis hijas me gritaban «adiós mamá» cuando me iba a trabajar. Yo decía: «pero ¿de dónde viene esto?». Ahí me encontré con las secuelas emocionales de la guerra.
«La mayor parte de mis colegas en la universidad no solamente habían vivido la guerra como la viví yo, desde el ámbito civil, sino que muchos habían tenido una participación activa en el ejército»
Se me da la posibilidad de hacer un doctorado, era el pretexto perfecto para hacer una investigación sobre esto que he descubierto sobre mí. Ya había hecho toda una formación en constelaciones familiares, que implica una mirada sistémica dentro de la psicología, y empezaba a indagar sobre la transmisión transgeneracional del trauma. En este proceso, descubro que la mayor parte de mis colegas en la universidad no solamente habían vivido la guerra como la viví yo, desde el ámbito civil, sino que muchos habían tenido una participación activa en el ejército.
La investigación la hice con un enfoque cualitativo, todo giraba alrededor de las historias de vida que recogí de mis colegas. Fue un proceso muy intenso pero bello, sanador. Empecé a detectar también el miedo de mis compañeros a hablar y mi propio miedo. A pesar de que habían pasado cuarenta y pico de años desde aquellos hechos, había miedo a hablar. Si el gobierno, que es de izquierda, fue realmente el que lideró en aquel momento toda esa lucha contra la dictadura y estamos bajo este gobierno, ¿por qué hay miedo?
—Dentro de este contexto, ¿cuándo comienzan a cambiar las cosas? ¿Por qué te ves obligada a abandonar Nicaragua?
—La Universidad Nacional tenía facultades multidisciplinarias en todos los departamentos del país, y dentro de esas facultades había un área de psicología, de acompañamiento a la comunidad universitaria. Propuse aprovechar esa red para empezar a trabajar todo lo que tiene que ver con las secuelas emocionales de la guerra, sabiendo que somos los docentes, esa bisagra entre generaciones y que tenemos un papel importante que hacer.
Fue como profético. Fue como ver mi tesis y mis planteamientos ahí en las calles de la ciudad y ver a mis estudiantes nuevamente viviendo eso que mis colegas me habían narrado que habían vivido. En ese contexto, tal y como yo lo planteo en la tesis, emergen nuevamente las memorias de la guerra.
«En esas protestas del 2018 hubo muchos estudiantes asesinados. Todavía guardo los audios que mis alumnos me enviaron cuando salieron de la cárcel»
Surge otra vez la desconfianza, esta polarización extrema y estos vicios de personas que, para estar bien con el partido, sacan a relucir asuntos personales. Empieza a haber todo esto, espionaje, secretos y denuncias. Lo que se planteó era un intento de golpe de Estado, ese fue el discurso oficial.
A pesar de que la universidad suponía un espacio de pensamiento abierto, libre y crítico, tanto mi marido como yo y otros docentes, casualmente todos como nivel de doctorado, empezamos a ser foco de esta presión. En esas protestas del 2018 hubo muchos estudiantes asesinados. Todavía guardo los audios que mis alumnos me enviaron cuando salieron de la cárcel.
Habían sido 20 años dedicados a la docencia, pero me tuve que reinventar y me quedé nuevamente con mi consulta privada. Semanas después, empezaron a llegar paramilitares a asediar el lugar donde yo trabajaba, empezaron a fotografiar la matrícula del coche, comenzaron a llegar mensajes anónimos; en las redes sociales también estaban nuestras fotografías.
Hubo noches muy duras en las que había tiroteos por toda la ciudad. En esos meses de conflicto se levantaron barricadas por todo el país. Recuerdo una noche, justo en la esquina de nuestra casa, hubo disparos, pegaban los tiros. Recuerdo la sensación que tuve. Automáticamente, me puse a preparar todo lo que sabía que íbamos a necesitar, colchones en suelo, baldes de agua, etc.. Mi marido, en ese momento, decía que estaba loca. No le convencí y decidió dormir en la cama. Fue un momento muy significativo para mí, ver como el miedo que se vive en un contexto de guerra, de alguna manera, permanece y se activa en estas situaciones y te pone a salvo.
—¿Cuándo tomáis finalmente la decisión de salir de allí y venir a Gijón?
—Un día, detenidos en un semáforo de la ciudad, nos vimos rodeados de paramilitares en motocicleta, nos gritaban «golpistas», era uno de los insultos de ese momento. Entonces, mi marido se empezó a plantear que teníamos que salir allí. Salir también significaba un riesgo porque mucha gente desaparecía.
Tuvimos que dejar el país a finales del 2018. Mi marido y yo teníamos que hacer filas, salir de casa en la madrugada y buscar los momentos donde hubiera menos gente, porque todo estaba vigilado.
Fue muy duro. En ese momento mis hijas tenían 15 años, 8 años y 4 años. Quisimos creer que iban a ser unos meses. Nuestra casa quedó como si nos íbamos a trabajar, vinimos con una maleta cada uno y nuestra casa quedó intacta. Creo que elegimos creer que iba a ser algo corto, que se iba a resolver. Y aquí estoy casi 6 años después.
—¿Cómo fue la llegada a Gijón?
—Yo soy una privilegiada, aquí tenía una casa y una suegra que nos acogiera. Eso cambia todo. Aun así, esos primeros meses de convivencia fueron muy difíciles. No solamente por el espacio, sino por la forma de vivir. Las niñas echaban de menos el patio que teníamos en Nicaragua, el entorno y el lenguaje, ha sido todo un proceso. Me decían «mamá, es que parece que nos están riñendo», por el tono de voz, todo un proceso de adaptación. Además, la mayor y la mediana sufrieron algunos episodios de bullying en el colegio.
Necesitaba soltar el miedo. Pasé mucho tiempo en el que caminaba por las calles viendo hacia atrás. Tenía que transitar el duelo, poder sentirte presente aquí. Pasó mucho tiempo en el que estaba con un pie en Nicaragua y otro pie aquí, pendiente de las noticias allá y tratando de entender cómo se vive aquí, es muy complejo.
Para mi hija mayor lo más bello ha sido poder moverse con libertad por la ciudad, poder ir a la biblioteca sola, vestirse como quiere, poder quedar en un parque.
—¿Qué ha sido para ti lo más duro de todo este proceso?
—Fue pasar de ser esa profesora que era conocida en mi ciudad, que era reconocida por mí misma, por mi trabajo, por quién soy a ser «la mujer de». Saber que de alguna manera todavía no recupero esa autonomía económica es un desafío de todos los días.
Mi principal dolor es el sentir que tengo mucho que ofrecer y que todavía no logro encontrar el espacio para poder hacerlo. Creo que todo lo que yo he estudiado, todo lo que he investigado, me da un soporte y un eje que me da fuerza a nivel de comprensión. Aun así, no es fácil. Mi ventaja es que todo lo que yo he estudiado lo puedo poner en práctica compartiéndolo con alguien sentada en un parque. Mi función como educadora o como terapeuta solo requiere de alguien más que me escuche.
—¿Has podido continuar desarrollando tu carrera como psicóloga aquí en Gijón?
—Cuando llegué aquí, me encontré con un obstáculo. En el 2018, cuando en Nicaragua empiezan a despedir a docentes se les eliminaba el expediente académico. ¿Qué significa eso? Que yo no puedo homologar mi título.
«Si mi tierra me cerró las puertas a posibilidades, a una vida digna o a garantizar mi vida, como una tierra que no me conoce de nada va a poder abrirme un espacio».
El primer año me lo tomé para mí misma y para acompañar emocionalmente a mi familiar. Mi marido encontró trabajo y yo siempre le agradezco que la familia se sostiene económicamente gracias a él.
Cuando me sentí preparada, mi estrategia fue hacer voluntariado y mi sorpresa fue que muchas puertas se me cerraban. En Gijón no he encontrado trabajo. Finalmente, logré que Cáritas me abriera un espacio, un proyecto. Desde entonces, apoyo haciendo algún acompañamiento emocional en un proyecto concreto, donde se hacen algunos talleres.
La gente que recién llega tiene mucha dificultad para hablar, para hacerse escuchar y eso tiene que ver con la confianza, con una lógica que a veces no se ve. Es como, si mi tierra me cerró las puertas a posibilidades, a una vida digna o a garantizar mi vida, como una tierra que no me conoce de nada va a poder abrirme un espacio.
—También formas parte del Coro Diverso de Gijón, ¿qué te ha aportado el coro a ti? ¿Y que les aportas tu a ellos?
—A mí siempre me gustó cantar y cuando mi marido me pasó la publicación en la página del ayuntamiento sobre el coro me pareció una idea preciosa. Esto me da la posibilidad de cantar, de conocer gente y también de apoyar un proyecto que me parece genuinamente sanador. Mi hija se dejó convencer y fue conmigo.
Ha supuesto también seguir explorando esa faceta, verme cantando en público para mí es algo nuevo, toca otro punto en mi vida. Creo que es muy significativo porque es literalmente darnos voz y poner nuestra voz también al servicio de lo que sea.
Yo no me siento una víctima y creo que mi forma de estar en la vida de alguna manera puede aportar a otra gente. Escuchar los relatos de los demás para mí es importante y cuando me lo permiten, o cuando me lo piden, también comparto algo de lo mío y de mi perspectiva sobre la migración.