La cosa, esta vez sí, va en serio. El Real Oviedo tiene la oportunidad de cerrar este domingo el ciclo más negro y, a la vez, más mágico de su historia. Donde unos quisieron imponer humillación y deshonra, otros aprovecharon para refundar un sentimiento, mucho más potente, con unas raíces profundas y fuertes. De la caída a los infiernos al resurgir de sus cenizas. Porque la vida son ciclos que se suceden unos a otros y yo no paro de pensar en mis notas de la EBAU.
Esta travesía se me ha hecho larga. El descenso a Segunda División me pilló apenas unos días después de terminar la EBAU, que ni siquiera se llamaba así por aquel entonces porque un servidor ya peina canas (de forma literal) y a lo que se presentó en 2001 fue a la PAU, heredera de la extinta Selectividad, término que sigo utilizando para incomprensión de la inmensa mayoría de jóvenes que me cruzo.
El hecho es que, tras unos días de nervios, exámenes y celebraciones posteriores, la semana echó el telón con un domingo negro en Son Moix (otro estadio que, como la EBAU, ha ido cambiando su denominación incontables veces). En aquel junio de 2001, el Real Oviedo cerró 13 temporadas consecutivas en Primera (su mejor racha hasta la actualidad) y yo cerré un ciclo en el que el fútbol solo me había entregado momentos dulces. De repente, la preocupación por las notas desapareció. Me quedé congelado en aquel momento, como si todavía esperase por ellas.
Más de dos décadas después de aquello, puedo vivir mi primer ascenso a Primera. El anterior, el histórico de 1988, me pilló demasiado pequeño. Apenas 5 años. Muy pocos para atesorar recuerdos propios, lo que me ha hecho reflexionar que mis hijos de 5 y 2 tampoco retendrán nada de lo vivido estas semanas. Da igual. Yo tengo los que me legaron mis padres, que siempre me contaron cómo hirvió Asturias aquellos días. Por mi parte, no me cansaré de explicar a mis hijos cómo disfrutaron estas semanas, cómo cantaban el himno camino del cole o cómo de importante era para ellos ponerse su camiseta del Real Oviedo o colgar la bandera en la ventana.
Porque estos 23 años han ido precisamente de eso. De recordar con nuestros mayores. De ilusionar a nuestros pequeños. De ser conscientes que algunos somos una especie de eslabón que une a ambas generaciones, hablando con nostalgia sobre lo que fuimos e imaginando con esperanza lo que podremos llegar a ser. Ese es el legado que hemos construido desde 2001.
Con el pitido final, celebraremos o lloraremos. Todos juntos. No diré que da igual lo que pase porque no es verdad, pero lo que más orgulloso me va a hacer sentir es el hecho de haber sabido disfrutar el camino. Disfruté en el Hermanos Antuña y en el Metropolitano. Disfruté con mi padre y ahora disfruto con mis hijos. El domingo, abrazaré a unos y recordaré al otro. Pase lo que pase. Porque esto pertenece a todos, a los que estamos aquí y a los que nos dejaron por el camino.