Por qué revitalizar las aldeas es clave ante los incendios de sexta generación

Elena G. Bandera
E. G. Bandera REDACCION

ASTURIAS

Vista del incendio de Sierra Bermeja
Vista del incendio de Sierra Bermeja ALVARO CABRERA | Efe

«La nueva economía para la aldea puede ser una solución para evitar los nuevos y devastadores incendios», asegura el comisionado para el reto demográfico de Asturias, Jaime Izquierdo

16 sep 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

«Llevamos mucho hablando de las consecuencias del abandono del medio rural y del cambio climático y hoy las estamos viviendo en primera persona». Esta frase la decía el director del Centro Operativo Regional del Plan Infoca, Juan Sánchez, ante el incendio que calcinaba casi 8.000 hectáreas en Sierra Bermeja, en la provincia de Málaga, y obligaba a evacuar a más de un millar de habitantes de cinco pueblos. Por sus características, al ser incontrolable hasta que llegó la lluvia, se ha dicho que es el primero de sexta generación de España. En tan explosivo y devastador cóctel han sido claves la crisis climática y el abandono rural, por el que los bosques -y su elevada carga de combustible- van ganando terreno sobre lo que antaño eran tierras cultivadas.

«La nueva economía para la aldea puede ser una solución para evitar estos nuevos y devastadores incendios», asegura el comisionado para el reto demográfico de Asturias, Jaime Izquierdo, que hace un repaso a las seis generaciones de incendios para explicar por qué la reactivación del mundo rural, recuperando la gestión agroecológica del territorio que se realizaba en las aldeas antes de su progresivo abandono para crear paisajes en mosaico -y no continuos-, es clave ante la amenaza de los incendios de sexta generación.

Según explica, la primera generación fue la de los pequeños fuegos campesinos, «que no pueden ser considerados como incendios, que nos acompañan desde varios siglos atrás y que estuvieron vigentes hasta la década de los sesenta del pasado siglo XX». Son fuegos locales, muy puntuales, que «generaban impactos más positivos que negativos para la gestión del territorio en un contexto que podríamos denominar de ecología del fuego y con distintas finalidades». Entre ellas, el control del matorral en los pastizales, el aprovechamiento cíclico para el cultivo de cereales en monte bajo de tojo y brezo, la higiene y prevención de plagas en castañedos y dehesas o la generación de ceniza para la huerta.

Una segunda generación es la de los «recurrentes» incendios forestales de los años 60 y 70 «que afectaban a zonas de pastoreo de interés campesino que fueron repobladas con especies de crecimiento rápido e interés industrial». En la tercera, aparecen los grandes incendios forestales de los años 80 que afectan a las repoblaciones y también a zonas con vegetación espontánea «en terrenos que entraron en proceso de deriva ecológica por abandono de las actividades campesinas». Izquierdo añade que se trata de incendios que se vinculan ya claramente con el éxodo rural y la pérdida de las actividades agroecológicas de los campesinos.

La cuarta generación tiene que ver con los lugares en los que se producen: «Son ya grandes incendios que se dan en interfaz forestal-rural, en zonas agrarias abandonadas y de cultivos madereros, y también incendios en la interfaz urbano-forestal que afectan a la periferia de las ciudades y a las zonas de reciente urbanización por difusión de la ciudad en el campo».

Los incendios de quinta generación son los anteriores pero con el añadido de que además se producen de forma simultánea en distintos focos y «en los que la coincidencia con episodios climáticos anómalos, vinculados claramente al cambio climático, comienzan a jugar un papel determinante en la extensión y en la velocidad de propagación del incendio».

Tormentas de fuego

Y, por último, los incendios de sexta generación como el de Sierra Bermeja o el de Pedrógão (Portugal) de 2017, en el que fallecieron más de 60 personas. «Son los que se producen en zonas de gran acumulación y extensión de combustible, coincidiendo con episodios climáticos extremos y que por su magnitud generan un propio comportamiento climático local que produce nuevos focos». Izquierdo explica que estos incendios tienen incluso la capacidad de modificar la meteorología del lugar en el que se encuentra el fuego y crear un microclima extremo propio que favorece otros incendios en lugares próximos.

«Liberan una cantidad de energía devastadora, con columnas convectivas de aire, humo, cenizas y brasas incandescentes a muy alta temperatura que ascienden a gran velocidad hasta que se condensan en altura formando nubes que dan lugar a pirocúmulos que pueden crear tormentas», añade Izquierdo. Tormentas de fuego ante las que es imposible actuar: «La circulación de aire caliente hacia arriba y a gran velocidad provoca un vacío que succiona el aire de la parte baja, lo que supone que los incendios sean muy voraces, pues el fuego se está avivando y retroalimentando constantemente de oxígeno hasta que consume todo el combustible».

Una voracidad que puede generar llamas de más de 25 o 30 metros de altura y que provoca que la radiación extrema de calor se pueda sentir a más de 200 o 250 metros de distancia. «Los medios de extinción terrestres no pueden ni siquiera acercarse y tampoco los aéreos pueden aproximarse lo suficientemente al terreno para soltar sus cargas de agua. El incendio se vuelve incontrolable e incombatible», indica Izquierdo.

Sistemas agroecológicos locales

Las soluciones ante los incendios siempre pasan por la prevención y más ante un problema en el que se combina abandono del territorio, despoblamiento y cambio climático. «Paradójicamente, para evitar los incendios de las nuevas generaciones, tendríamos que contextualizar, como una actividad más, los fuegos de primera generación en el territorio», dice Izquierdo, en referencia a los fuegos «instrumentales» de los campesinos.

«Para evitar los grandes incendios, lo idóneo sería prevenirlos y, para ello, tenemos que reinventar y actualizar de forma rentable y atractiva las actividades variadas y complejas del campesinado, incluida la ecología del fuego, con nuevos formatos de organización», señala. En este sentido, incide en que la aldea y su cultura del territorio, junto con las nuevas tecnologías, deberían ser referente para «crear paisajes en mosaico, que alternan cultivos, pastizales, zonas de matorral y bosque, y que evitan la posibilidad de que se generen continuos forestales de alta densidad muy vulnerables al fuego». Y que además producen biodiversidad y mejoran la calidad del propio paisaje.

«La gestión integral y compleja del territorio a nivel local, a nivel de aldea en Asturias, es la que podría evitar los incendios -añade Izquierdo-. Se trata de pensar en clave de sistema agroecológico local y diseñar para cada aldea cuál sería su forma viable de gestión con rentabilidad económica y ecológica». La producción alimentaria y energética de la aldea, concluye Izquierdo, «a la vez que nos proveen de carnes criadas en extensivo a pasto, cultivos de huerta y producción de cereales o legumbres, ponen a nuestro alcance energía procedente de las entresacas y manejo de las masas forestales que pueden alimentar pequeñas centrales de producción de agua caliente y calefacción de las comunidades energéticas locales».