Fred Vargas creó al comisario Adamsberg para distraerse de su obra científica seria y organiza a su alrededor un mundo que pasa sin esfuerzo de la fantasía medieval al realismo contemporán
19 oct 2018 . Actualizado a las 05:00 h.Fred Vargas vive en París y, cuando se libera del pseudónimo y se mueve en la vida real como Frédérique Audoin-Rouzeau, es una prestigiosa investigadora en los campos de la historia y la arqueología. Su trabajo sobre el origen y la transmisión de la peste negra en el siglo XIV se considera una referencia que sobrevolará las realizaciones de cualquier estudioso que en el futuro se ocupe del asunto. Sin embargo, al leer sus novelas, en las que unas activas corrientes de lirismo y leyenda se añaden a los misterios que activan las tramas policiales, resulta fácil imaginarla renunciando a la ciencia y urdiendo sus fantasías en uno de esos paisajes normandos o bretones a los que conduce a sus héroes la investigación de un crimen. Los antiguos monstruos, los aparecidos que nunca mueren del todo y el peso de lo sobrenatural aún asustan en el siglo XXI. Tenemos móviles, coches eléctricos y obsesiones dietéticas, pero un ruido entre la niebla aún activa en nosotros los mecanismos familiares del miedo.
La novelista Fred como diminutivo de Frédérique y Vargas por el personaje español que interpretó Ava Gardner en La condesa descalza solo concede entrevistas con cuentagotas y, sentada ante la grabadora de algún reportero, es capaz de reconocer jovialmente que va a inventarse las respuestas sobre la marcha, según constató con asombro un enviado del Telegraph de Londres que consiguió charlar con ella en el 2013. A veces sostiene que todos sus relatos son mitológicos: el asesino es el minotauro, la trama es su laberinto y el protagonista es el héroe que debe atravesarlo. En otras ocasiones, más respetuosa con las convenciones del género, se declara practicante de la novela de misterio dentro de los moldes clásicos de Arthur Conan Doyle y Agatha Christie. A fin de cuentas, no le salen tan bien los engaños a los periodistas porque ambas afirmaciones son compatibles y en sus relatos hay elementos de sobra para defenderlas.
El aliento de los Baskerville. Aunque Sherlock Holmes, el autómata del razonamiento y la lógica, y el comisario Adamsberg, soñador, desorganizado, intuitivo y no especialmente culto, presenten personalidades dispares, el aliento de El sabueso de los Baskerville exhala también de las páginas de Vargas, que se complace en desplegar con arte tradiciones populares de asesinatos repetidos, además de algunos fantasmas vengadores que al final se desvanecen inocuos. Lo que nos mata no son los temores antiguos, heredados, sino las razones sórdidas de la vida contemporánea, la ambición, la codicia, el poder. Esa era también la preocupación de la señora Christie, a quien Vargas reivindica frente a la mirada moderna que la considera acartonada y pasada de moda. Frente a las dosis cinematográficas de acción que los autores estadounidenses añaden a sus fórmulas, las peleas, las persecuciones y los tiroteos solo son módicos para ella. Se reducen al mínimo necesario para hacer avanzar el argumento y mantener la atención del lector. Como la autora inglesa, escribe whodunnits en los que importa quién lo hizo y jugar con los acertijos y los enigmas que se proponen al lector.
Los elementos fantásticos se integran con un atractivo realismo que no es costumbrista ni cotidiano. No es este el reino de la novela negra nórdica. Los protagonistas se mueven en entornos cotidianos pero abstractos. No abundan las marcas ni los detalles en las descripciones. Nadie sabe qué coche conduce el comisario, cuál es su cerveza preferida ni qué modelo de móvil suele ignorar. El barrio en el que viven Adamsberg y su vecino Lucio, el viejo combatiente republicano español al que le falta un brazo, es casi subterráneo y no sería fácil de encontrar en un plano de París, y la plaza por la que deambula el marinero en las primeras páginas de Bajo los vientos de Neptuno parece más un decorado con aspiraciones de representar la realidad que la realidad misma. Es una ciudad un poco al margen de la ciudad, en la que los personajes pueden abandonarse a sus ensoñaciones y a conversaciones inusuales pero no impostadas.
Adasmberg, protagonista de un ciclo que por el momento suma diez novelas, llegó pronto a la obra de Vargas. Apareció por primera vez en su segunda novela, El hombre de los círculos azules, publicada en 1991. Sin embargo, tardó en asentarse como el interés exclusivo de su actividad narradora. En los años 90, Vargas publicó otras historias, incluida una serie de tres aventuras protagonizadas por los tres evangelistas, sus historiadores-detectives que le permiten liberar su interés por el medievalismo, y, tras el cambio de siglo algunos ensayos. Fue la época en que hizo campaña por la exoneración de Cesare Battisti, su amigo italiano, primero refugiado en Francia y más tarde huido en Brasil, tras ser juzgado y condenado en Italia por haber pertenecido a un grupo terrorista de ultraizquierda y haber participado en cuatro asesinatos en los años de plomo de los 70. Solo a partir del 2004 Adamsberg ocupó en exclusiva el primer plano de su actividad. Desde entonces, solo ha publicado novelas pobladas por el excéntrico comisario y por su equipo de colaboradores excéntricos en la comisaría del quinto arrondissement de París.
Quijotes y Sanchos. Del comisario Jean-Baptiste Adamsberg cabe decir que es quijotesco. Procede de un pueblo de los Pirineos y para sentirse a gusto en algún lugar tiene que descalzarse y meter los pies en su río. Se distrae con facilidad y asegura que en esos momentos palea nubes. Llena las conversaciones de frases inconexas y nadie comprende del todo cómo ese soñador disparatado ha conseguido ascender en el escalafón policial, aunque es indudable que tiene un don para resolver crímenes, cierta capacidad para entender a las personas, comprender sus motivos y adelantarse a sus acciones. Si todo Quijote necesita un Sancho, el de Adamsberg es su segundo, el capitán Danglard, que es hombre libresco, con una erudición desmedida, y práctico para organizar la comisaría, pero con una vida personal descontrolada de marido abandonado por su esposa que debe criar solo a cinco hijos y bebedor insaciable de vino blanco.
Alrededor de esos dos jefes, orbita un equipo de policías, personajes secundarios excéntricos y atractivos. Tal vez a un personaje más mezquino que Adamsberg le parecería disfuncional ese batiburrillo de narcolépticos, expertas en artes marciales, racistas, obtusos y cocineras obsesivas, pero el rasgo más heroico del comisario es tomar de las personas sus rasgos más favorecedores y hacer de ellas lo mejor que puedan ser. Frente a las conclusiones cínicas y desoladoras sobre la naturaleza humana de la novela negra más desengañada, ese es el mensaje humanista que la historiadora Audoin-Rouzeau consigue inocular en los relatos de la novelista Vargas.