El conflicto de Ucrania comenzó como la Segunda Guerra Mundial y mil días después se ha convertido en algo parecido a la primera. Se inició con una «guerra relámpago» que, sobre el papel, parecía imparable, pero los errores de los generales rusos y la resistencia de los ucranianos acabaron convirtiéndola en una guerra de desgaste. Todas las guerras lo son, pero las propiamente «de desgaste» acaban en pulsos entre industrias, tecnologías y tasas de natalidad, con poco espacio para la estrategia o la suerte. Es, por tamaño, un tipo de lucha que favorece a Rusia. Ucrania, con una población algo menor que la de España y una industria obsoleta, y ahora dañada, no hubiese podido siquiera librar un conflicto así sin la ayuda de Occidente, y quizás no pueda seguir haciéndolo durante mucho más tiempo. Se habla con preocupación del desinterés de Donald Trump por mantener la ayuda militar, pero lo cierto es que esa ayuda ya se empezó a secar hace tiempo, tanto la norteamericana como la europea. Y ni siquiera es ese ya el problema principal. Tanto Rusia como Ucrania padecen un serio déficit de jóvenes, pero la mayor población de Rusia y su facilidad para enrolar mercenarios le da ventaja. Probablemente, las pérdidas humanas sean similares de un lado y otro, pero Ucrania tiene más complicado reemplazarlas y su fallida gran ofensiva del año pasado lo ha agravado. Ahora Kiev tiene que hacer equilibrios entre la necesidad de más brazos en el frente y el temor a una desmoralización que desate una epidemia de deserciones. Mientras, el Ejército ruso avanza, pero, sobre todo, recluta a un ritmo sostenido. La Primera Guerra Mundial, si la analogía sirve para algo, terminó bruscamente cuando en medio del estancamiento se produjo el colapso repentino de las líneas alemanas. Sobre el terreno, los avances rusos son todavía pequeños, pero ese punto de inflexión podría llegar en cualquier momento.
Es por esto por lo que, aunque no lo diga expresamente, Kiev contempla ya una negociación. Incluso ha tomado un pedazo de territorio ruso en la región de Kursk para usarlo como moneda de cambio, aunque su control allí empieza a ser precario. Si la guerra terminase ahora, es difícil imaginar que Ucrania pueda recuperar los territorios perdidos, pero habrá preservado su soberanía, lo que hace mil días parecía casi imposible. Si la guerra continúa, Ucrania puede perderlo todo. Otra posibilidad es un conflicto congelado, una paz sin acuerdo y con una frontera crónicamente inestable como la de la península de Corea. Cualquiera de estos finales es trágico para Ucrania y ninguno es tranquilizador para Occidente, porque ninguno disipa la amenaza de la potencia agresiva en la que se ha convertido Rusia. Es cierto que la guerra ha desgastado a su ejército, pero también le ha dado experiencia. Ha castigado a su economía, pero la ha reorientado hacia la industria de guerra. El hundimiento del régimen de Putin, que llegó a parecer posible hace un poco más de un año, es hoy una perspectiva poco realista. De mala gana y sin un impulso claro Europa se prepara para la disuasión, con la esperanza de lo que comenzó como la Segunda Guerra Mundial y ha seguido luego como la primera no nos aboque a la tercera.
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