Ya sabemos algo de las elecciones norteamericanas y es una buena noticia: la campaña ha terminado. Ha sido una campaña apasionante y llena de giros insólitos, entre ellos nada menos que la retirada más o menos voluntaria de un candidato y dos intentos de asesinato del otro. Pero también ha sido una campaña enormemente frustrante porque, salvo el breve hiato tras el primer debate televisado, cuando Donald Trump empezó a tomar ventaja, las encuestas han venido mostrando tozudamente la línea plana de un empate a la décima. Ni siquiera han dejado espacio para el último refugio del analista político, que es la corazonada. El suspense es democrático, porque en una democracia de verdad nadie sabe quién va a ganar las elecciones, pero quizás esto ha sido excesivo. Al menos, ha venido a demostrar algo que ya se intuía: que las campañas, tan caras y prolongadas en el tiempo, no son tan importantes. Uno y otro candidato han tenido más o menos dinero para gastar, uno y otro han tenido meteduras de pata a escala épica… Sin embargo, nada ha movido un milímetro la aguja: ni las balas ni los chistes malos ni los insultos ni las promesas. No sabemos quién ganará las elecciones, pero sabemos quién ha ganado la campaña, y es el empate como concepto.
Ha sido esta una campaña entre candidatos improbables. Otra singularidad. Al menos eran improbables hace cuatro años. Se creía entonces (lo creíamos muchos) que la carrera política de Donald Trump había acabado, lastrada fatalmente por la derrota y el asalto al Capitolio. Se daba por hecho que Joe Biden cedería el paso a su vicepresidenta Kamala Harris antes de completar el mandato. Pero las (falsas) sospechas de un robo electoral y la persecución judicial a la que los demócratas sometieron a Trump obraron el milagro de revivirle, mientras que se alargaba artificialmente la vida política de Biden, en parte por su propia vanidad y en parte por las dudas respecto a Harris. Esto ha permitido a Trump presentarse de nuevo como un candidato antisistema, un «insurgente» que acapara el voto de protesta, y a la vez como un expresidente que alimenta la nostalgia de un mandato que, con un intermedio de cuatro años mediocres, le resulta más fácil defender.
Por su parte, Kamala Harris, aupada tarde al potro mecánico de la candidatura, ha optado por una campaña hierática, casi trapense, centrada en mostrar «normalidad» frente a un Trump «extraño». El candidato conservador como encarnación del rebelde, la candidata progresista radical como encarnación del establishment y la continuidad. Es el reflejo de algo más profundo: el cambio en los intereses y lealtades políticas que se ha operado en las distintas clases sociales, en todo el mundo.
Solo en una cosa parecen coincidir Harris y Trump: en que en estas elecciones el país se juega su mera existencia. Y ahí tenemos la tercera idea que ha dominado esta campaña, además de la del empate y lo improbable: la de la hipérbole, la democracia en peligro si el contrario gana. No deja de ser irónico que la única cosa en la que los dos candidatos coinciden sea un disparate.
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