La nueva reina consorte conoció a Carlos en 1970 en un partido de polo y lo saludó recordando que su tatarabuelo, el rey Eduardo VII, y una bisabuela de Camila habían sido amantes
10 sep 2022 . Actualizado a las 05:00 h.Si Carlos III no lo tiene fácil en su nuevo trabajo, a Camila le espera una remontada de época. Aunque durante los últimos años una cuidadosa campaña mediática ha logrado restaurar su imagen ante una opinión pública abrumadoramente partidaria de la difunta Diana, la reina consorte deberá trabajar mucho para ganarse el favor de una ciudadanía que no resistirá la tentación de comparar cada gesto de la pareja con el precedente de Isabel II y Felipe de Edimburgo.
Camila Rosa María Shand nació en 1947 en Londres. Hija de un comandante británico que luchó en la Segunda Guerra Mundial, se crio en Sussex antes de ir la escuela en Kensington y a un internado en Suiza. Estudió literatura francesa en París y pronto se aficionó a montar a caballo y a la caza del zorro (una de las contradictorias aficiones del ecologista Carlos).
Conoció al entonces príncipe de Gales en 1970, en un partido de polo. Como carta de presentación, Camila le soltó a Carlos: «¿Sabía que su tatarabuelo, el rey Eduardo VII, y mi bisabuela Alice Keppel habían sido amantes?». No tardaron en apuntarse a esa centenaria tradición. Ni siquiera les frenó el hecho de ser primos, eso sí, muy lejanos.
Fueron durante décadas amigos y amantes, pero Carlos no se atrevió a dar el paso de proponerle matrimonio, entre otras razones, porque en esa época Camila todavía era católica y eso se le antojaba un obstáculo insalvable. Camila asumió la situación, se convirtió a la fe anglicana y se casó en 1973 con el mayor Andrew Parker Bowles, del que tomó sus apellidos y con el que tuvo dos hijos. La leyenda cuenta que, ya como señora Parker Bowles, se afanó en encontrar pareja para el príncipe de Gales y que ella misma le sugirió a Diana Spencer. Según la misma mitología, Carlos pidió la mano de Diana durante una fiesta en el jardín de los Parker Bowles, aunque tal vez solo sean aderezos de un triángulo ya de por sí muy truculento.
Invitada a la boda
Sí estuvo entre los invitados a la boda del príncipe de Gales con Diana Spencer en 1981, convirtiéndose desde ese minuto inicial en la tercera pasajera del matrimonio que Lady Di definió años después como «un poco concurrido».
La relación a tres bandas —a cuatro, si incluimos al mayor Parker Bowles— saltó por los aires cuando diarios y revistas airearon el adulterio, recreándose en la transcripción de las fogosas charlas entre Carlos y Camila, en las que, además del fetichismo del príncipe de Gales, quedó plasmada la cara más terrenal de la monarquía por designación divina.
El Tampongate de 1993 fue el camino más corto al divorcio de las dos parejas: Camila y Andrew Parker Bowles lo firmaron en 1995 y Carlos y Diana, en 1996. Solo un año después, murió Lady Di en París y el pueblo británico tomó partido sin titubear. Camila, que tras la separación del príncipe de Gales aspiraba al fin a poder llevar una relación relativamente normal sin necesidad de ocultarla, tuvo que retirarse de la vida pública. La ciudadanía la consideraba la culpable de la ruptura de aquel matrimonio y la situó de inmediato en algún punto intermedio entre la madrastra de Blancanieves, Lady Macbeth y Yoko Ono.
Pero supo esperar y ganarse el afecto de Guillermo, Enrique e Isabel II. En el 2005, con el permiso final de la reina, se casó con Carlos en el ayuntamiento de Windsor. Un matrimonio que ahora chirría en la mente de algunos teólogos al ver al nuevo jefe de la Iglesia anglicana casado por lo civil con una divorciada.
En un último guiño a su hijo, Isabel II ordenó en febrero que, a su muerte, se concediese a Camila el título de reina consorte, el que nunca tuvo el difunto Felipe de Edimburgo.
Camila se llevará a Buckingham a sus dos perritas terrier. Se llaman Beth y Bluebell, son adoptadas y son su arma secreta para conquistar el escurridizo cariño del pueblo británico.