El museo bilbaíno entrecruza los caminos de arte y arquitectura en una muestra que reflexiona sobre el impacto de la tecnología digital y del propio edificio de Gehry
05 dic 2018 . Actualizado a las 08:17 h.El 18 de octubre de 1997 se inauguró el Guggenheim de Bilbao, el año cero del museo al que ahora regresa a través de Architecture Effects, una muestra que entrecruza los caminos de arte y arquitectura y para la que el edificio de Frank O. Gehry es mucho más que contenedor y contexto. El planteamiento expositivo se sostiene sobre el impacto de la tecnología digital, que, desde ese seminal 1997, se ha convertido en omnipresente, y las transformaciones que ha impulsado a velocidad de vértigo.
Son dos decenios que en realidad parecen mucho más: basta con detenerse en el montaje de diapositivas preparado por Mikel Eskauriaza para regresar a una ciudad y un siglo XX que asistían a cambios irreversibles. En buena medida, fue el propio edificio ese motor -el llamado efecto Guggenheim o Bilbao- y los numerosos planos técnicos del proyecto, que reciben al visitante de la muestra, se lo recuerdan. Forman parte de la primera de las tres partes -dos salas del museo más una app titulada Burbuja, con varios niveles adicionales de información- en las que se divide Architecture Effects, titulada Airlock, en la que los comisarios, Manuel Cirauqui y Troy Conrad Therrien, han querido armar una cápsula del tiempo o cámara de descompresión para viajar a 1997 con una mirada retrospectiva que permita valorar lo que fue ese año y su proyección a un futuro que hoy es presente: Google inscribió su dominio y J. K. Rowling publicó la primera novela de Harry Potter. Kasparov caía ante una máquina y se anunciaba la clonación de la oveja Dolly acaparando titulares que presagiaban un mundo distópico. Otros hechos revelaron nuevos significados con el paso del tiempo: dos mil millones de personas siguieron en directo por televisión el funeral de Diana de Gales, formando así un interesante precedente de red social, como observó ayer Therrien en la presentación de la muestra.
Esa constelación de referencias a 1997 da paso al espacio expositivo principal, bautizado como Jardín. En la amplitud de la sala conviven propuestas de artistas y arquitectos, con las que responden a la pregunta de los comisarios: «¿Qué hace que la arquitectura sea más que mera construcción?». Algunos parecen haber invertido la premisa, ya que sus obras han despojado a la arquitectura de la utilitas o su funcionalidad, para abrazar los aspectos más reflexivos o directamente lúdicos. En Columnas flotantes de 5 metros, MAIO Architects las han liberado de su misión de soporte, hinchando con helio sus cilindros neumáticos, que se mecen con el recitado de Dancing Queen, de Abba. Tienen como vecinas otras estructuras, híbridos de arquitectura y escultura, como el Tanque de flotación de Leong Leong o el esqueleto de sillas de Didier Faustino titulado Suprímete. La animación, otro lenguaje potenciado por lo digital, configura la propuesta de Oliver Laric -Entremedio-, mientras que Frida Escobedo expone la materialidad -los grandes ventanales procedentes de un edificio modernista de México- como la huella física del modo urbano de habitar.
De regreso a Airlock, se repara en la futilidad de tendencias y objetos que arrasaron 1997, convertidos hoy en borrosos recuerdos o historias de fracaso: ahí están para probarlo la mascota digital Tamagotchi o el navegador Netscape. Son los defectos que arrastran consigo los efectos, como el reverso caduco de una idea que se malogró. No forma parte de Architecture Effects, pero la Ciudad de la Cultura de Eisenman y sus impulsores políticos podría encarnar aquella frase de Álvaro Cunqueiro -«De nuestros imitadores serán nuestros defectos»- al convertirse en un catálogo de errores: de concepción, de ejecución y la carencia de preparación y voluntad para lograr una resolución digna.