Los arietes contra las bacterias, descubiertos en aguas de ríos asiáticos, podrían ser una alternativa a la resistencia de los antibióticos
24 jun 2018 . Actualizado a las 12:14 h.De la mano de los halconeros árabes llegó a la península Ibérica la cetrería. El instinto predador de halcones y otras aves rapaces se usó para dar caza a especies diversas de pelo y pluma. Instinto predador, asesino, controlado por el Homo sapiens y dirigido a conveniencia hacia sus objetivos.
En no pocas ocasiones, los sapiens han sacado partido a las destrezas de otros seres vivos que se han cruzado con él a lo largo de su existencia, con resultado final satisfactorio para el promotor de tales actividades. A medida que los humanos han ido descubriendo nuevas formas de vida, han encontrado nuevas habilidades que podrían resultarle útiles.
A finales del siglo XIX, algunos bacteriólogos encontraron, en las aguas de varios ríos asiáticos, algo que gozaba de capacidad para destruir bacterias. En 1915, Frederick Twort, microbiólogo británico, conjeturaba que podría tratarse de virus y dos años más tarde, el canadiense Félix d´Herelle les daba nombre: bacteriófagos, virus «que comen o devoran bacterias».
De modo inmediato surgió en la mente oportunista de los sapiens la idea de utilizar a los bacteriófagos, o fagos, como arietes contra las bacterias o, más exactamente, contra algunas bacterias patógenas que atacan sin piedad a los humanos causándoles enfermedades o incluso la muerte. Así nació la alianza de bacteriófagos y humanos contra un enemigo común: las bacterias.
Los bacteriófagos son virus y, como cualquier virus que se precie, son parásitos intracelulares o lo que es lo mismo: necesitan de una célula para poder multiplicarse. Puestos a invadir, el común de los virus, se siente atraído por las células de animales o vegetales para multiplicarse en su interior; pero los bacteriófagos han hecho una elección diferente: sus víctimas preferidas son las bacterias y los sapiens no han dejado pasar la ocasión de utilizarlos como fuerza invasora y destructora de bacterias indeseables. Por eso se llaman sapiens; por eso y por su inclinación natural a la autoadulación.
Los fagos se fijan a las bacterias para inyectar en ellas el material genético -ADN o ARN-. Desde ese momento, toda la maquinaria metabólica de la bacteria queda en poder del virus que la utiliza para generar muchas copias de sí mismo. Una microscópica y numerosa descendencia se libera al exterior cuando la bacteria finalmente estalla.
Ahora bien, a un bacteriófago no le sirve una bacteria cualquiera cuando se pone a invadir. Los fagos realmente son tiquismiquis en eso de elegir bacterias. Cada bacteriófago se ha especializado en una especie bacteriana y solo devora bacterias de esa y no de otra especie. Es paciente, permanece en agua, tierra o en el ambiente hasta que aparece su bacteria preferida. Y una vez que aparece se fija a ella, la invade y la destruye.
La explicación biológica de este comportamiento selectivo se debe a que un bacteriófago solamente reconoce los receptores situados en la superficie del tipo bacteriano al que invade, no reconoce receptores en otras especies bacterianas. Los bacteriófagos especializados en pseudomonas no invadirán staphylococcus. Los bacteriófagos de Escherichia coli no destruirán salmonella. Cada oveja con su pareja, cada fago con su bacteria.
Por supuesto, los fagos no reconocen ni se unen a las proteínas de superficie de las células humanas o animales, y esto las hace inmunes a los bacteriófagos.
No es tarea sencilla determinar cuántos fagos hay en nuestro planeta. Se estima que la cifra rondaría los 1031 fagos, o sea, un 10 seguido de 31 ceros. Una cantidad que no es fácil de imaginar, pero nos podemos hacer una idea aproximada si pensamos que por cada bacteria hay 10 bacteriófagos; de lo cual se deduce que este planeta no es precisamente un lugar hospitalario para las bacterias. Diez enemigos por cabeza no es para estarse tranquilo.
La historia de los fagos como posibles agentes terapéuticos de las enfermedades infecciosas se inicio desde un principio. Su mismo descubrimiento es fruto de las investigaciones que Félix d´Herelle llevaba a cabo para encontrar una vacuna contra la disentería hemorrágica.
El propio d’Herrelle fundó su laboratorio -a veces los científicos son capaces de vislumbrar las implicaciones crematísticas de sus descubrimientos- para la elaboración de preparaciones de fagos contra diversas enfermedades infecciosas, que luego comercializaría la compañía francesa L’Oreal. Al otro lado del atlántico, donde ciencia y negocio siempre han convivido en franca armonía, la multinacional farmacéutica Ely Lilly comercializaba, en los años cuarenta, media docena de preparaciones a base de fagos.
Desde su descubrimiento hasta la década de los cuarenta se vivió una suerte de época dorada de la fagoterapia. No pocas enfermedades infecciosas cutáneas y gastrointestinales fueron tratadas exitosamente con fagos. Sin embargo, la investigación y el desarrollo de productos terapéuticos basados en fagos se ralentizó.
Por esa época, no se conocía con detalle la biología de los fagos, se desconocía cómo se producía su eliminación del organismo y resultaba complicada la purificación de los preparados con bacteriófagos; todo ello dificultaba su uso generalizado.
No obstante, el factor que contribuyó decisivamente a su olvido como agentes antibacterianos fue la aparición en escena de los antibióticos. En 1929 se había publicado un trabajo en el British Journal of Experimental Pathology que daba cuenta del descubrimiento de una sustancia, producida por un hongo, que mostraba actividad antibacteriana; el autor, un tal Alexander Fleming; la sustancia, la penicilina.
Esta trabajo, que durmió el sueño de los justos durante una década, fue rescatado por Howard Florey y Ernest Chain -los grandes olvidados en esta historia, y premios Nobel de Medicina en 1945, junto con Fleming-, cuyas investigaciones condujeron a la producción masiva de penicilina que, a la postre, llegaría a los campos de batalla para tratar a los heridos en las tropas aliadas.
Así pues, el declive de los fagos coincide con el auge de los antibióticos. Ya no es necesaria la cría de halcones y su adiestramiento durante años; se disponía de algo mucho más efectivo y de fácil manejo, la escopeta. Los antibióticos fueron a los bacteriófagos lo que la escopeta a la cetrería.
Con la llegada de los antibióticos, se disponía de una alternativa más efectiva, y de la que se tenía un conocimiento más profundo. Si los fagos habían tenido su momento de gloria ahora comenzaban las décadas doradas de la antibioterapia: múltiples antibióticos eran descubiertos y aplicados clínicamente con éxito contra bacterias patógenas causantes de enfermedad en humanos y animales.
Los más optimistas incluso aventuraron la desaparición de las enfermedades infecciosas de la faz de la tierra. Craso error. La aparición y diseminación de resistencias bacterianas a los antibióticos desde el mismo momento en que empezaron a utilizarse rebajó la euforia e hizo volver los ojos de nuevo a los olvidados bacteriófagos por las expectativas que generan en el tratamiento de enfermedades producidas por bacterias multirresistentes.
Sin embargo, en diversos países de la órbita soviética nunca se abandonó el estudio y aplicación práctica de los bacteriófagos como agentes bacterianos. El Instituto Eliava, en Tiflis, Georgia, es quizás el mejor ejemplo de fe en las posibilidades terapéuticas de los fagos.
El Instituto Eliava y la americana Intralytix representan la punta de lanza de la comercialización de preparados a base de fagos. Han conseguido viales repletos de fagos, dispuestos para ser lanzados contra bacterias patógenas, como se lanza el halcón hacia la presa.
Los fagos se aplican hoy en día con éxito en campos tan diversos como la descontaminación de alimentos y del ambiente, la medicina humana o la medicina veterinaria. En los próximos años veremos hasta qué punto los sapiens son capaces de sacar partido a la malquerencia natural de los fagos hacia las bacterias.