Cela llevaba varios años siendo finalista del Príncipe de Asturias de las Letras cuando, en 1987, el jurado le concedió el premio por la «calidad literaria de su abundante y universalmente conocida obra». Meses después, en el momento de recoger el galardón, contribuyó a su anecdotario particular pronunciando la frase que se convertiría en el lema de su marquesado.