Del trabajo en madreñas a las máquinas de última generación: así evolucionó la fábrica de armas de La Vega en Oviedo
LA VOZ DE OVIEDO
Los extrabajadores Javier Ordás y Víctor Triviño recuerdan cómo la factoría ovetense fue pionera a nivel de seguridad y la importancia que tuvo su actividad para la ciudad
27 jun 2023 . Actualizado a las 10:10 h.Aunque a simple vista invite a pensar todo lo contrario, durante décadas la fábrica de armas de La Vega fue uno de los principales motores económicos de Oviedo. Gran parte del desarrollo del concejo se debe a la actividad que durante siglo y medio se ha llevado a cabo en los casi 120.000 metros cuadrados que ocupa. Esta factoría que echó andar en 1857 hizo que la ciudad fuese, a nivel industrial, una de las más importantes de Asturias. Pese a ello, desde que en el año 2012 cesó su actividad, la maleza fue acaparando el terreno y tal es su situación de abandono que recientemente ha sido incluida en la lista roja de patrimonio. Mientras que a nivel político se debate sobre su futuro, hay quienes luchan por mantener más viva que nunca su historia. Es el caso de Víctor Triviño y Javier Ordás, integrantes de la plataforma vecinal Salvemos La Vega, quienes conocen muy bien el recinto, puesto que han pasado gran parte de su vida en él.
Víctor Triviño entró en la Escuela de Artes y Oficios de la fábrica de armas de La Vega con tan solo 11 años. Allí cursó séptimo y octavo de EGB y después comenzó la formación profesional, que era de tres años. Tras finalizar su etapa educativa pasó a emplearse en la factoría, donde desarrolló su actividad laboral hasta que cerró la misma. Por su parte, Javier Ordás entró como aprendiz a dicha institución con 14 años. Sin embargo, a diferencia de su compañero, este ovetense se empleó en el complejo industrial hasta 1987, momento en el que, de forma voluntaria y tras un expediente de regulación de empleo, abandonó su puesto de trabajo.
La escuela de aprendices era financiada por la empresa y los trabajadores, a quienes les retenían una parte de su sueldo para dicho fin. «De esta manera, quienes entrábamos lo teníamos todo gratis. Nos daban libros, cajas de compases y todo tipo de material didáctico. También nos proporcionaban equipación deportiva para la clase de gimnasia, que incluía unos playeros, camisetas y pantalones. Para acudir a las clases de taller nos daban dos monos el primer año; luego, a partir de ahí, uno al año. Era gris, pero cuando ya eras oficial era de color azul. Igualmente nos daban un tabardo, una especie de chaquetón azul de pelo de caballo que nos tenía que durar los tres años de la oficialidad, aunque había algunos que les duraba hasta 10 años porque era bueno; había sido confeccionado por el sastre Javier Martín», detalla Ordás.
Antes de entrar a la escuela y por tanto iniciar la formación profesional, al igual que cuando se empezaba a trabajar en la fábrica, ambos tuvieron que pasar un reconocimiento médico: «Todos los años te hacían uno». Algo que, por aquel entonces, no se solía hacer en el resto de sectores. «Nos chocaba mucho porque no era habitual. Estamos hablando de principios de los años 70», cuenta Javier Ordás antes de señalar que «aparte de tener el botiquín, aquí vivía en una casa con huerto el médico con su familia».
Al fin y al cabo, la fábrica de armas de La Vega era como una pequeña ciudad dentro de Oviedo. En el edificio central se albergaban las oficinas, una biblioteca y el comedor. También había un laboratorio químico; un taller de fundición y forja; de productos finales; de tratamientos térmicos y superficiales; de carpintería; electricidad; fontanería; chapa; un secadero de la madera que se utilizaba para hacer las culatas; una imprenta; una central térmica de agua caliente y calefacción, así como un departamento de Seguridad e Higiene, de Mecanizado e Ingeniería y de Control de Calidad; aparte de un economato, tal y como señala Triviño, quien cuenta que «todos los talleres están conectados por galerías subterráneas».
Tanto Víctor Triviño como Javier Ordás eran hijos de trabajadores de la propia fábrica de armas de La Vega. Eso se traducía en múltiples ventajas. «En caso de igualdad con otro aspirante, tú tenías preferencia para entrar en la fábrica o podíamos beneficiarnos de algo porque tus jefes conocían a tus padres. De hecho, era una tradición, porque al ser un sector del ámbito militar era bastante cerrado. En general, la fábrica era un desconocido para la ciudad de Oviedo. Solo los que teníamos familiares trabajando entrábamos de vez en cuando para acudir al economato o a algún acto determinado», cuentan.
Sin embargo, ese paternalismo empresarial también tenía sus inconvenientes. «Si querías hacer algo diferente a lo normal, inmediatamente ya iban a hablar con tu padre. Y, claro, cuando llegabas a casa ya sabías a lo que te exponías, que te riñesen y demás, porque como buenos padres no querían que te metieses en líos», relata Ordás, antes de contextualizar que ellos comenzaron a trabajar durante la transición. «Eran unos años difíciles, pero ya habían cambiado los vientos y venían nuevas expectativas en conseguir libertades, pero, claro, en la fábrica de armas, donde los máximos mandatarios eran militares que venían del franquismo, era complicado hacer actividades sindicales y reivindicativas».
«Tenías que tener mucho cuidado, porque hasta entonces los sindicatos eran ilegales»
No obstante, ambos formaron parte de la primera sección sindical que se montó en La Vega por Comisiones Obreras. «Tenías que tener mucho cuidado, porque hasta entonces los sindicatos eran ilegales, era algo prácticamente clandestino, porque solo estaba el Sindicato Vertical. Recuerdo que después de las elecciones en el taller de mecanizados 1, un trabajador tenía al lado de la máquina con la que trabajaba un almanaque de Marcelino Camacho, que era Secretario General de CCOO y diputado parlamentario por PCE. De repente, llegó el director de la fábrica y al verlo entró en cólera, porque decía que era un comunista», rememora Javier Ordás.
«El problema es que no se podía cambiar de la noche a la mañana a una persona que venía de un régimen de 40 años de "ordeno y mando" porque cuesta mucho hacerlo. Es muy difícil cambiar esa mentalidad», apostilla Víctor Triviño, quien señala que «por aquel entonces, para entrar a trabajar, la Guardia Civil iba por el vecindario preguntando por ti a los vecinos, el cura… para ver si eras buena persona. Era la manera de certificar que tenías buena conducta».
A mediados de los años 70 la fábrica comienza a tener medidas de seguridad
En la escuela de oficiales, aparte de enseñarles la parte teórica y llevar la misma a la práctica, comenzaron a aleccionarles sobre la importancia de la seguridad en el trabajo, algo que hasta aquel momento no se hacía. «La gente de antaño no lo tragaba, decían que esas normas eran de maricones», cuenta Víctor Triviño, antes de recordar: «Nosotros, de aquella, llevábamos el pelo largo, entonces teníamos que poner una redecilla porque, como trabajabas en máquinas de revolución, si se te enganchaba algún pelo te podía arrancar el cuero cabelludo». «Sabíamos que podía ocurrir porque lo habíamos visto en las películas americanas de seguridad e higiene que nos proyectaban en el FP», asegura.
«Había gente que le faltaban dedos, a muchos incluso unos cuantos»
Lo cierto es que en las máquinas que había en la fábrica de armas de La Vega cuando Victor y Javier comenzaron a trabajar «no tenían ningún tipo de protección». «En el taller de mecanizados 2 había troqueles que eran de solo un botón. Como eran mecánicas, pues muchas veces repetían y, si lo hacían cuando estabas cogiendo la ficha, te pisaba la mano. Había gente que le faltaban dedos, a muchos incluso unos cuantos», rememora.
Para frenar esta situación, el jefe del departamento de Seguridad e Higiene, Matías Fernández, «puso unas protecciones a las máquinas para que nadie pudiese meter la mano y compró unas tenazas con unos imanes para sacar las planchas de metal». «Cuando las máquinas volvían a repetir y las tenazas quedaban machadas, las exponía y decía: "estos podían haber sido tus dedos"», relata Víctor Triviño, quien reconoce que aquel hombre era un avanzado en su tiempo.
De la misma manera, se empezaron a utilizar jabones no abrasivos y a implementar las gafas de seguridad. «Eran normales, solo tenían unos doblados a los laterales y los cristales eran irrompibles. Para saber que respondían, se probaban con unas bolas de acero que se tiraban desde arriba a una distancia de un metro», detalla Javier Ordás. Pese a que de esta manera se evitarían accidentes oculares, los trabajadores más experimentados eran reticentes a utilizar las mismas. «Yo iba a ver a mi padre a su puesto de trabajo y siempre le decía que se pusiese las gafas, pero no quería porque decía que no veía. Tampoco, al igual que el resto, quería utilizar guantes porque según él no podías tener sensibilidad para trabajar bien», señala.
También comenzaron a utilizarse las botas de seguridad. «De aquella había gente que incluso trabajaba en madreñas. No porque estuviera el suelo mojado, sino porque no había un calzado adecuado hasta que vino Matías Fernández», recuerda Víctor Triviño. «En los talleres había muchas virutas que eran abrasivas y quedaban por el suelo, si ibas con un calzado normal te lo estropeaba en menos de un mes, salvo que estuvieras en un sitio especial, que ahí sí que tenías que llevar unos zapatos adecuados», cuenta Javier Ordás. En un principio, dichas botas «tenían la puntera metálica y luego de plástico». Eran además «antiaprisionamientos», porque, «si te caía una pieza, lo primero que hacías era poner el pie para que no llevase ningún golpe, entonces te lo pisaba». Por eso, cuando se implementaron «todo el mundo las utilizaba, ya que si el jefe de seguridad te veía sin ellas no te dejaba trabajar», tal y como asegura Triviño.
«Llegó un momento que incluso antes de que una persona empezase a trabajar en serie con una máquina tenía que pasar el departamento de seguridad para ver que las protecciones estaban correctas. Si por algún casual no las tenías, como en la fábrica se hacía de todo, se realizaba una protección específica para esa máquina», apunta Javier Ordás, antes de afirmar que «esto generaba problemas con el jefe de producción, pero ante el director tenía justificación, ya que si un hombre tenía un accidente iba a hacer cero piezas».
Para concienciar a los empleados de la importancia de la seguridad en el trabajo, «en la entrada principal había un cartel grande que ponía "Día sin accidente". Entonces, cuando entrabas y veías 0 sabías que había habido alguno», cuenta Ordás. Además, «nos utilizaban a los aprendices como conejillos de indias porque en aquella época se jubilaban a los 65 años y eran personas muy trabajadas que parecía que tuviesen 80 años, entonces era muy difícil que cumpliesen las medidas y, por eso, tú te arrimabas a ellos para que lo hiciesen», asevera Triviño.
Asimismo, para saber que los empleados estaban al corriente de las medidas, «nos daban semanalmente una cartilla en la que te hacían preguntas relacionadas con la seguridad y la higiene». Con el objeto de fomentar la participación, «abajo de la misma había una quiniela de fútbol». «Luego, en una hoja estaban escritas todas las normas y los premios que se repartían», detalla Ordás, quien manifiesta que en cuanto a nivel de seguridad la fábrica era puntera en España.
De la misma manera, tanto Javier como Víctor han visto cómo la empresa fue evolucionando tecnológicamente. «Cuando entramos la maquinaria que había era muy antigua. La mayoría era de la Segunda Guerra Mundial y había venido de Alemania por la relación que tenía con España. También había alguna otra de Italia», cuenta Víctor Triviño, antes de señalar que en los años 80 fue cuando comenzaron a implementarse máquinas más modernas. Eran de ciclo cúbico y pertenecían a la casa Correa. A partir de ese momento se empezó a regular la plantilla, dado que «destruían mucha mano de obra».
Poco tiempo después «comenzó a fabricarse aquí la ametralladora MG y trajeron una prensa que se llamaba La Giralda porque era una máquina muy alta que pisaba hasta 1.000 toneladas. De estas solo había dos en Europa: una, la que tenía Rheinmetall (empresa que tenía la patente de la MG) y otra en España». Luego, a la fábrica de La Vega llegaron las máquinas CNC, de control numérico, tornos automáticos y un largo etcétera de aparatos tecnológicos que permitían aumentar la producción y además con una mayor precisión. «Nosotros el CETME se trabaja con centésimas y a veces con décimas, pero es que estas máquinas ya apreciaban a la milésima», detalla Víctor Triviño, quien ha sido también testigo de cómo se pasó de la semana laboral de 48 a 40 horas.
Tras modernizar la fábrica, «esta tocó techo». Sin embargo, «20 años más tarde estas mismas máquinas siguen funcionando en la fábrica de armas de Trubia, a pesar de que la tecnología ya quedó obsoleta». «En un futuro se va a realizar todo con impresoras que harán piezas perfectas. Eso provocará que la mano de obra desaparezca y los Estados y Gobiernos tendrán que poner unos impuestos para que esas máquinas funcionen y que la gente pueda vivir, porque la tecnología evoluciona, pero el ser humano no; además, tiene la mala costumbre de comer todos los días», pronostica Triviño. «Tendrán que cotizar a la Seguridad Social como cualquier otro trabajador. El futuro está en que una parte de la productividad de la máquina tiene que destinarse a mantener el estatus social», apunta Ordás.
A la par que la fábrica se iba modernizando, el número de trabajadores se iba reduciendo. En el año 87 se hizo el primer expediente de regulación de empleo. «Era para ajustar la plantilla porque no había un plan industrial, que era lo que muchos pedíamos para saber si sobraban o no personas», asegura Javier Ordás, quien en ese momento y de forma voluntaria abandonó su puesto para dedicarse a la fotografía. A partir de ahí ya se fue despidiendo a gente progresivamente. Además, «en el 2001 el Gobierno de España vendió la factoría a la multinacional norteamericana General Dynamics —hasta ese momento pertenecía a la Empresa Nacional Santa Bárbara de Industrias Militares—».
«Cuando se terminó de hacer el carro Leopard sobraban ya naves en la fábrica de armas de La Vega»
No fue hasta el año 2012 cuando se decidió cerrar las puertas de la fábrica de armas de La Vega y cesar por tanto su actividad. «Lo llevaron todo para la factoría de Trubia, porque no tenía sentido tener una factoría a 12 kilómetros de otra. Además, con lo que hacíamos no resultaba rentable. De hecho la producción era muy baja porque ya no se hacía el CETME, que era para el ejército español, ni la Meli, que es como la EMG pero más pequeña y su función es más bien herir que matar», señala Víctor Triviño.
En ese momento, los 350 trabajadores que formaban parte de la fábrica de armas de La Vega iban a ser trasladados a Trubia, donde había otros tantos. Sin embargo, «la empresa decidió quedarse con la mitad». «Como los sindicatos en aquella época no negociaron el traslado de la factoría, pues en el camino se dejaron a 80 personas en la calle en toda España, 55 eran de aquí de Asturias. El resto fueron prejubilados, quienes tenían 56 años les abonaron la cuota de la Seguridad Social hasta los 60 para que así, con 61, se acogiesen a la jubilación anticipada», especifica Triviño, quien se trasladó a la factoría de Trubia donde trabajó hasta el año 2020, momento en el que se prejubiló
Abandono y dejadez absoluta
Cuando se cerraron los portones de la factoría ovetense, el complejo industrial quedó totalmente olvidado. Desde entonces se ha abierto para acoger puntualmente alguna actividad o realizar visitas. Con motivo de los Premios Princesa de Asturias, en el 2019 se volvió a recuperar el espacio. Bajo el proyecto de la FPFábrica, en ella se realizaron charlas y exposiciones con motivo de los galardones. No es hasta el 2022 cuando el Ministerio de Defensa, el Gobierno del Principado y el Ayuntamiento de Oviedo comienzan a trabajar de la mano para crear un convenio con el objeto de recuperar y volver a usar estos terrenos. Las tres administraciones implicadas plantean un protocolo de actuación en el que se incluye la creación de un eje empresarial y cultural, así como la creación de una zona residencial.
Por el momento, el Gobierno Central ha aprobado la construcción de 1.000 viviendas para alquileres sostenibles. El convenio, además, prevé la desviación de la entrada a Oviedo a través de la Y por el interior del recinto, pasando incluso por alguno de los talleres de la factoría a fin de alejar dicha autopista del monumento prerrománico de San Julián de los Prados y ganar varias hectáreas de zonas verdes. Sin embargo, estas dos últimas propuestas han generado debate en la sociedad ovetense. Es por ello que la plataforma Salvemos La Vega, a la que pertenecen Javier Ordás y Víctor Triviño, se ha visto obligada a realizar varias movilizaciones para frenar una operación que consideran que «perjudica a la ciudad».
«Parece que la memoria histórica no sirve para nada. Luego, cuando se tire todo, pues ya se echará en falta, como pasó con la antigua estación de tren de El Vasco», lamenta Triviño, a lo que Ordás apunta que la fábrica de La Vega tiene un gran valor. A nivel patrimonial se trata de una industria de siglo XIX, que además supuso la revolución industrial tanto en Oviedo como en Asturias, que trajo consigo el desarrollo de otras factorías como Fundiciones Beltrand. Además, pese al desconocimiento de muchos, tras ella se esconde parte de la historia ovetense.
Construida sobre el conjunto palatino del rey Alfonso II «el Casto»
«La factoría fue construida en los terrenos donde estaba el monasterio de Santa María de La Vega —a día de hoy apenas quedan restos del primitivo convento, solo el Claustro que está dentro de lo que era la nave de expediciones—. Este había sido fundado por doña Gontrodo Petri, que era la concubina del rey Alfonso VII, sobre el conjunto palatino de Alfonso II "El Casto", tal y como aseguran los historiadores y arqueólogos. Además, esto, a su vez, puede estar encima de restos romanos. Entonces, la importancia que puede tener esto es enorme», resalta Ordás, quien asevera que «habría ciudades en España que se pelearían por tener un patrimonio como este».
Y, por si fueran pocos estos motivos de por qué hay que proteger y mantener este complejo industrial, Javier Ordás señala que dicho patrimonio pertenece al Ayuntamiento de Oviedo. «En el año 1856, el consistorio firmó ante notario una cesión al Ministerio de la Guerra para que allí se construyese una fábrica de armas ligeras. Incluso los gastos del traslado de la maquinaría que se encontraba en el Palacio del Duque, en el Fontán, donde en un primer momento estaba la fábrica de armas, corrieron a cargo del Ayuntamiento. Además, expropiaron terrenos anexos al convento para que la factoría se pudiese expandir. Entonces, una vez que desaparece esa actividad, ¿por qué no se devolvieron los terrenos o, por lo menos, se reclamaron? Porque no dejan de ser públicos», justifica.
De la misma manera, «tampoco se tiene en cuenta ni se hace referencia a las antiguas propietarias de lo que fue el embrión de La Vega, que hoy en sus descendientes son Las Pelayas». «Ellas no tienen ningún interés en recuperar eso, pero de la misma manera que fueron expulsadas de malas formas quieren un reconocimiento y piden que sea cedido para el disfrute de todos los ciudadanos», asevera Javier Ordás, quien clama porque se actúe «cuanto antes» y se le dé una nueva vida al complejo.
¿Cómo se le podría dar una segunda vida a la factoría?
Los ex trabajadores, quienes no son optimistas con el futuro de la fábrica de armas de La Vega, abogan por que en su interior se realicen actividades culturales y sociales, así como cualquier feria. De la misma manera, en ella se pueden albergar nuevas empresas y «dedicar una de las naves a un museo sobre cómo era el conjunto y en el que se tuviese en cuenta la memoria oral de quienes pasaron por ahí, desde empleados hasta ingenieros y militares».
Además, «en la Delegación del Gobierno hay miniaturas de todos los productos, máquinas, herramientas y armas que se hicieron aquí. Estas deberían de estar expuestas y con toda la explicación del proceso», asegura Víctor Triviño, antes de apuntar que debería hacerse especial hincapié en que el desarrollo industrial y urbanístico de Oviedo vino de la mano de la fábrica. «No habría nada que hacer, salvo mantenerlo como está, urbanizar lo que haga falta y romper el muro perimetral para que todos los ovetenses podamos utilizar el recinto», apunta antes de asegurar que le da pena que solo haya intereses monetarios detrás del complejo industrial, pese a que «un pueblo que olvida su patrimonio pierde su historia».