Crónica del asesinato de un periodista cuando iba a destapar los crímenes de un legionario durante la revolución de 1934
21 dic 2020 . Actualizado a las 05:00 h.Este periodista que yace desangrado en el suelo del cuartel de Santa Clara de Oviedo ha recibido ocho balas, una de ellas en la sien. Es el 27 de octubre de 1934 y acaba de morir; ha sido un asesinato y, como tal, una tremenda, colosal injusticia. Se llama Luis Higón y Rosell, joven pero ya veterano en su profesión, aunque es conocido como Luis de Sirval. Ha llegado hace poco desde Madrid al frío y oscuro Oviedo y, pese a que la hoguera de la revolución ha sido sofocada con sangre, Sirval pisa los rescoldos. Y aún queman. En realidad arderán durante décadas.
Le impresiona el aspecto desolador de la bella ciudad, una capital de la burguesía floreciente, que ha sufrido el estallido de la violencia de unos y otros, de combates sangrientos que anticipan lo que se producirá en muy poco tiempo: escombros, casas destruidas, familias rotas, mutilados. Y rencor, pobreza, odio y desconfianza.
Es difícil encontrar alojamiento en ese momento, pero al final lo consigue en un establecimiento de la calle Fruela, número 2, esquina con Pozos, sobre una zapatería: La pensión de La Flora, un clásico que antaño se ubicaba en la acera de enfrente. Algún desperfecto había sufrido durante los disturbios, pero era suficiente para albergar a varios periodistas e incluso a algún político de Madrid. Entre ellos se acomoda Sirval y comienza a hacer su trabajo.
Una pequeña vuelta atrás: Sirval (Valencia, 1898) era sin duda inteligente e inquieto: tras pasar por La Voz de Valencia, El Noticiero Universal y El Diluvio de Valencia, en 1920 se trasladó a Madrid y fue redactor del gran diario La Libertad, hasta 1933, al tiempo que ejercía de subdirector de la revista ¡Justicia! y era miembro del Sindicato de Periodistas de UGT. Pero algún cambio ocurrió en La Libertad, que vendió Juan March en el mes de mayo de 1934, y él decide salir y fundar la Agencia Sirval ese mismo año. Su nómina de colaboradores era espectacular.
De modo que se encuentra de visita en la capital asturiana al frente de su propio y prometedor negocio. Busca, tanto por sus ideales como por ambición profesional, dar una visión cercana del conflicto. Y como es un buen profesional, la encuentra. Los legionarios del exaltado teniente coronel Juan Yagüe campan a sus anchas, sembrando el terror en una antesala de la Guerra Civil.
Luis de Sirval lo ve todo y quiere contarlo pese a la censura, que intenta controlar la crítica a la feroz represión (en la que también participa Franco desde Madrid). Consigue el testimonio directo de unos legionarios que habían participado en los violentos combates de San Pedro de los Arcos y Villafría; así como en asesinatos despiadados y torturas. Al parecer incluso sabe quién ejecutó a la joven Aida Lafuente muy pocos días antes, el 13 de octubre. Tiene una historia impactante, una bomba con cuenta atrás que le estallará en las manos.
Durante unos días recorre las cuencas mineras y sigue recogiendo testimonios. Al mismo tiempo, alguien ha percibido la amenaza que pueden suponer sus revelaciones. Oviedo es una ciudad pequeña. No es difícil saber dónde se aloja Sirval, de modo que, antes de que envíe su tercera crónica, el 26 de octubre, una patrulla de guardias de asalto (la policía republicana) detiene al periodista, según el parte oficial, por ir indocumentado. Era completamente falso. En la pensión de La Flora queda una maleta con sus pertenencias y la tercera crónica inacabada.
Lo llevan al cuartel de Santa Clara. Este gran edificio de la calle Covadonga, oscuro, frío y deteriorado, había sido en su momento convento y en 1934 es la base del 10º Grupo del Cuerpo de Seguridad y Asalto. Sirval pasa la noche allí. La noticia de la detención llega a oídos del teniente de la Legión Dimitri Ivanov, un tipo especialmente sanguinario de origen ruso (algunas fuentes dicen que búlgaro). Acompañado de otros dos legionarios, Rafael Florit de Tagores y Ramón Pando Caballero, se presenta en Santa Clara.
Sin más orden que la fuerza de sus armas, Ivanov y sus cómplices entran en el cuartel; bien sea por miedo, engaño o por pasividad de los guardias, estos les dan paso. Buscan a Sirval, que seguramente estaba en una de las cuatro celdas de la esquina nordeste de la planta baja del cuartel (hay que recordar que no era una cárcel, sino una base, así que no existían muchos calabozos). Lo amenazan y golpean. Ivanov quiere que le diga qué sabe de sus andanzas. Pudo ocurrir que Sirval se enfrentara a él o bien que no le dijera nada: el resultado habría sido el mismo. El salvaje teniente saca al periodista al patio central del cuartel, que antaño fuera el claustro del convento, y le dispara ocho tiros, con toda probabilidad el cargador completo de una Astra 400, que era la que usaban los oficiales del ejército en aquel momento. El periodista Luis Higón y Rosell fallece en el acto a los 36 años de edad.
Tal vez Ivanov pensaba que este asesinato iba a ser uno más entre tantos, pero no fue del todo así. La noticia levantó una importante polvareda y mucha indignación, como recogen los diarios de la época. Se produjo un gran escándalo, es verdad. No obstante, de nada sirvió.
En agosto de 1935 se procesa a Ivanov. Este declara que el periodista le insultó, le empujó e intentó fugarse; a todas luces una absurda falsedad. El tribunal de urgencia de Oviedo condena al legionario a seis meses y un día de cárcel menor y a pagar 15.000 pesetas a la viuda de Sirval, como si hubiera sido una «imprudencia temeraria» y no un asesinato premeditado. Tras el juicio se produjo la protesta de numerosos intelectuales, entre ellos Unamuno, Machado, Besteiro, Juan Ramón Jiménez y Azorín.
Ivanov ni siquiera pagó la multa. Pero en España ya reinaban el ruido y la furia, estaba encaminada al caos. De hecho, el asesino volvió a la Legión y, si el gobierno de la República no había hecho prácticamente nada contra él, desde luego no serían los militares sublevados ni el Gobierno franquista quienes lo hicieran después. Ninguna placa ni estatua en Oviedo recuerda hoy a Sirval, aunque Juan Yagüe sí conserva todavía una calle dedicada a su memoria.