Los gemelos rubios de la Catedral y otros cuentos, mitos y leyendas en torno a la capital milenaria del Principado para contar de noche
20 feb 2023 . Actualizado a las 13:06 h.Ya sea fruto de la mente de un buen narrador, de la religión o de la superstición, en los más de 1.200 años de historia de Oviedo, la ciudad ha ido generando sus propios fantasmas, mitos y leyendas. Estos son algunos de los más curiosos.
Los gemelos rubios
El escritor asturiano Víctor Alperi (1930-2013) narraba tres de ellas en Ruta y Leyendas de Oviedo. La primera dice que el viejo sacristán de la Catedral le había contado la visita frecuente de dos misteriosos jóvenes muy parecidos, con capas negras, «rubios, de bellísima cara aún sin barba; no pasarían de los 18 años. En sus ojos azules brillantes en la escasa luz de las velas se reflejaba como un trozo del mismísimo cielo». Entraban al final, cuando todo el mundo se había ido. Se arrodillaban y el sacristán dice que «siempre me daba cuenta cuando entraban, pero nunca cuando salían».
El religioso intentó incluso encontrarlos por la calle, pero inútilmente. Al principio sintió interés, «y luego miedo». Preguntó por ellos a mucha gente, pero nadie supo decirle nada. «Una mujer que necesariamente hubo de tropezarse con ellos en la puerta me dijo que no había visto a nadie», y le miró de forma tan extraña que el sacristán se sintió cohibido y se disculpó. Unas veces pensaba que eran ángeles, otras, que eran demonios.
Tal fue su obsesión, que fue descuidando sus obligaciones y temió estar volviéndose loco. Hasta que, un día, con la Catedral desierta, oyó un pequeño ruido del lado de la Cámara Santa. La puerta estaba cerrada, pero se oía un murmullo de voces, «sollozos o cantos» al otro lado. El sacristán no se asustó, entró en la cámara y vio la cruz resplandeciente. A ambos lados se arrodillaban los desconocidos, «las capas tiradas por el suelo, el cuerpo de los ángeles ?pues ángeles eran- aparecían brillantes con corazas de metal cincelado y en las espaldas unas alas airosas, lenguas de luz…». Eran las cinco de la mañana y los jóvenes no se dirigieron a él. Desde entonces, el sacristán creyó que eran los ángeles que se tornaron en piedra para guardar la cruz que lleva su nombre.
La carta premonitoria
Cuenta también Alperi otra leyenda, bien fruto de su imaginación o bien de la colectiva: En el patio de la Universidad, un joven pálido, vestido de negro, entregó una carta a un estudiante diciéndole: «No la necesito, te entrego la carta que me mandaste». El estudiante leyó la misma, que comenzaba: «Querido amigo, te escribo por última vez; las blancas hojas de papel se unirán a las ramas y flores que depositen en tu tumba». La cosa no pintaba nada bien.
Porque además continuaba: «(…) cuando sucedió aquello… cuando chocó el coche en que viajabas hacia Madrid (…) te recuerdo con pena, aunque pronto te olvidaré» y un larguísimo epitafio en el que daba detalles de su vida, sus obras, su familia y le colmaba de alabanzas. Al terminar la lectura, el estudiante «sintió un estremecimiento correr por su cuerpo»: Aquella carta la había escrito él mismo por entretenimiento la noche anterior y la tenía guardada en un libro.
La chica muerta
Cuenta el escritor que una tarde un maestro estaba en el Naranco buscando entretenimiento, pero el bar estaba vacío. Sin embargo, había una muchacha joven, muy pálida y de ojos negros que le sonrió, bailaron y salieron a pasear cerca de la iglesia de San Miguel de Lillo.
Ella hablaba en voz baja. «Su hilo de palabras parecía salir de la tierra más que de un cuerpo humano» y narraba leyendas de los monumentos con aire triste. Dijo que se llamaba María Bracamonte; llevaba un vestido arrugado y pasado de moda. Él le ofreció unas rosas silvestres y al dárselas notó sus manos heladas. Cuando anochecía, ella le dijo que tenía que marcharse, que vivía cerca. Y desapareció.
Al día siguiente, él entró en la iglesia de la calle Santa Susana y una mujer pequeña y marchita le abrió la puerta; «al pronunciar yo el nombre de María, empezó a llorar, me dijo que era el nombre de su hija muerta hacía dos años». Fue al cementerio y sobre una lápida leyó: «María Bracamonte Fernández. Murió a los 20 años». Junto al nombre vio las flores que él le había dado la noche anterior.
La modista infeliz
Otra historia popular dice que en la calle Azcárraga vivía una costurera que murió. Una familia ocupó su vivienda y por las noches oía la máquina de coser, un ruido misterioso que se apagaba cuando ellos se levantaban a mirar. ¿Era una mujer desdichada? ¿Había dejado un trabajo sin terminar e intentaba completarlo desde el más allá?
El Cristo de las Cadenas
Un joven se fue a la guerra dejando contra los moros, dejando triste a su novia. Para que se acordara de él, le pidió que plantara un rosal delante de su casa, prometiendo que mientras no floreciera él seguiría con vida. Pasaban los años y el rosal no florecía, pero tampoco había noticias del joven.
Un día llego un hombre a Oviedo buscando a la novia y llevaba unas pesadas cadenas. El hombre era compañero de batallas de su enamorado, habían sido apresados ambos por los moros. Pero el novio estaba muy enfermo y no pudo volver. Su compañero de celda se encargó entonces de entregar a la chica las cadenas que lo habían tenido preso. Ella las subió a una colina en la que había una ermita con un gran Cristo, que desde entonces se conoce como Cristo de las Cadenas. Al volver a su casa vio como el rosal a la puerta había florecido: así supo que él había muerto.
El milagro de fray Vicente
Durante el reinado de Juan II, un pastor de las tierras de Aragón perdió el habla repentinamente. Intentaron ayudarle probando diversos remedios, pero nada le devolvía la palabra. Entonces fue a Zaragoza en busca de un monje que tenía fama de sanador. Se trataba de un dominico que recomendó al pastor peregrinar a San Salvador de Oviedo acompañado de uno de sus vecinos.
Tras un duro viaje, los viajeros llegaron a la Catedral de Oviedo en el momento en el que se iniciaba la misa. Decidieron quedarse y justo en el momento de la consagración el mudo volvió a hablar. El fraile dominico sería conocido para la posteridad como San Vicente Ferrer.
La piedra de sal
Sobre esa misma época milagrosa se cuenta que había un barco de Avilés cargando sal en el Puerto de Santamaría (Cádiz), cuando una mujer de la villa solicitó al patrón que entregara una piedra de sal a San Salvador de Oviedo como pago a los muchos favores que el santo le había hecho. El patrón accedió. Pero unos piratas asaltaron el barco avilesino por el camino e intentaron llevarse el valioso cargamento de sal. Sin embargo, no pudieron mover la piedra que iba destinada a Oviedo. Los corsarios se horrorizaron a causa del milagro y huyeron, dejando a los tripulantes sanos y salvos.
Cuanto atracaron, de nuevo se produjo el milagro, porque la piedra fue alzada por uno solo de los marineros y trasladada a la Catedral ovetense.