Setenta personas se reúnen para cenar en Oviedo, en una mezcla de colores, religiones y lenguas
26 dic 2016 . Actualizado a las 17:31 h.Cuando nos vamos a sentar a cenar y la sala se llena de carreras de pies pequeños, me dice Rodrigo, amigo y colaborador: «Belén, esto hay que verlo, hay que verlo». Yo le respondo: «Ya lo sé, yo lo cuento y no sé si la gente que no está se hace una idea».
Lo que hay que ver.
En la cena de Nochebuena, en Oviedo, en el local del Manglar, en la calle Martínez Vigil, cenamos juntas 70 personas.
La calle Martínez Vigil, aledaña al Oviedo Antiguo, empieza a recordarme, otra vez, a Clinton Street, la calle de Nueva York en que suena la música toda la noche, a finales de diciembre, como Leonard Cohen me recuerda tantas veces a las cuatro de la madrugada, ahora, en el fin de diciembre.
Nos juntamos 70 personas, muchas de las cuales llevamos desayunando juntas tres largos cursos. En la noche en que en la tradición cultural cristiana se celebra el nacimiento de un niño que vino pobre a redimirnos nos juntamos 70 personas, muchas de las cuales llegaron aquí venidas de territorio del islam.
Con esta iniciativa, mi pretensión era paliar aislamientos y soledades. Conozco la respuesta de la gente de mi ciudad. Si organizo recogida de donativos de alimentos para Nochebuena, los tengo, en abundancia, y hubiera podido repartirlos.
Pero no era esto. Era paliar aislamientos y soledades. Era reunir a un puñado de familias para que se sientan esperadas en la ciudad. Porque Fito Páez tiene una canción con un piano que se llama Pétalo de sal, que habla de que nada nos importa en la ciudad, si nada esperamos. Y cualquiera tiene derecho a que la ciudad le espere.
Y las familias con las que desayuno con menos red social y familiar son, en su mayoría, de Marruecos y de Senegal. Y yo no sabía qué les iba a parecer mi propuesta, de reunirnos en Nochebuena, una noche en que muy mayoritariamente nos reunimos, con familia, con gente que queremos, porque quizá, pensé, no le encuentren sentido, reuniones venidas de la conmemoración del nacimiento de Jesucristo, creamos o no. O lo que sea. Familias musulmanas, con cabezas tapadas y descubiertas, con lenguas ajenas al romance.
Todas me dijeron que sí y un grupo de amigos y de amigas se sumó, que iban a pasar la noche sin compañía, que si podían venir, y una cena que calculé para 30 personas se convirtió en una cena para 70 y muchas mujeres cocinaron y llenamos las mesas del Manglar, en un sótano que huele a conciertos, en un lugar rodeado de huertas en el corazón de la ciudad, muy cerca del pesebre donde Oviedo nació, de cuscús, de pollo con aceitunas, de tajine, de arroz con pescado venido de Senegal, de carne especiada, de sabores agridulces, con pasas, de sémolas, de salsas, de yogur con menta. Y buenos amigos nos cocinaron sopa de pescado y langostinos y otros dos pollos más. Y mi gente del bar El Boca a Boca nos hizo ensalada y humus y no me lo quisieron cobrar, «qué tontería, Belén, cómo vas a pagarlo», y otras amigas nos dieron vino y refrescos y sidra.
Y hubo regalos y un montón de personas quisieron hacerse cargo de los regalos y hubo muñecas, balones, coches, ropa, colonia, collares y pulseras.
Y miel. Porque a las mujeres magrebíes les gusta la miel.
Y por la mañana tuvimos la ayuda de dos de los comensales adolescentes, hermanos. A ellos y a quienes son como ellos nos debemos.
Y un chaval gitano, después de cenar, tocó la guitarra.
E Israel Sastre, sin cuya presencia el Oviedo de ahora sería peor, repartió los regalos. Porque él se ofreció para hacerlo.
Pero, antes de la cena, chicos y chicas, también grandes, tuvieron la mejor recepción, la de los payasos de Clowntigo. Un amigo, payaso ahora, tantas otras cosas siempre, tan lleno de música, me llamó el domingo a las diez de la noche y me dijo que se le había ocurrido la colaboración del clown antes de la cena, pero que aún no lo había hablado con el resto, que no podía prometerme nada: el lunes a las nueve de la mañana me dijo que todos los payasos querían venir. Y los chicos y las chicas fueron recibidos con los honores del clown, profesión enorme.
Y Ana Lamela, desde Gijón, vino y contó cuentos.
Y antes de cenar tuvimos la visita de más amigos y de más amigas que quisieron venir a brindar.
Y más personas que no estaban, es Nochebuena, ayudaron tanto, me ayudaron tanto, que también estaban.
Y allí, en las mesas de un local cedido espléndida y cálidamente por la gente que lo gestiona y cuya casa es, en una cena inventada para espantar la soledad, casi no cabíamos y en la cocina no había un hueco y dieron igual la religión, la piel, el pelo, el idioma y la edad. Y las mujeres marroquíes cantaron canciones de boda y una de ellas bailó y bailó.
Y será simplificar y será buenísimo y será lo que sea. Me da igual. Rodri me dijo que había que verlo y yo sé que había que verlo, pero, para quien no lo vio, trato de contarlo y quizá lo haga de modo atropellado, pero, en ese sótano plagado de rock and roll de una ciudad pequeña de un rincón insignificante de Europa, cenamos, compartimos, nos acompañamos. Y mi dios imperfecto, contradictorio y doloroso Johnny Cash, al que honré para que me ayudara, respondió con sus canciones, aunque no sean suyas, repletas de verdad imperfecta, contradictoria y dolorosa. Y la súplica de Jagger y Richards, enmarcada en piano, de «Shine a Light», súplica llena de dolor y canción, retumbó durante la noche entera golpeándome los lados de la cabeza. Y me resultó el mejor villancico, con esa música negra de blancos, con esas voces de mujeres negras, con todo el peso de esa también tradición cultural, marcada a fuego.
Y así pasamos la noche, con las carreras de los niños y de las niñas, que también tuvieron que huir, en la pobreza, de la pobreza, para cenar en el pesebre de la ciudad.