
Necesitado de recuperar apoyo entre los votantes situados a la izquierda del PSOE, Podemos cree haber encontrado en el pacifismo una vía para mostrar diferencias ideológicas con el gobierno de coalición de ese partido y Sumar, pero su argumentación es endeble. Cae en la exageración y roza el ridículo cuando, con las agresivas maneras de Ione Belarra, lo acusa de llevarnos a «un régimen de guerra» y al PSOE de convertirse en «el partido de la guerra». Ni España participa en ninguna guerra, ni existen preparativos por parte del gobierno para atacar a ningún país o involucrarse como beligerante en alguno de los conflictos que existen hoy en el mundo.
En realidad, en plena agresión de Rusia a Ucrania y tras la llegada de Trump a la presidencia de Estados Unidos, el debate debería centrarse en de la dimensión del gasto militar, en cuáles son las necesidades de un ejército capacitado para proteger el país y cooperar en la defensa de la Unión Europea, qué recursos se le pueden dedicar sin afectar a los pilares del Estado del bienestar, la sanidad, la educación y las pensiones, o a la inversión imprescindible en transportes y obras públicas. Desde la antigüedad, ningún Estado ha existido sin ejército, salvo algunos tan pequeños que ni con él podrían defenderse. Incluso las comunidades humanas preestatales tenían organizada su defensa. El ejército solo podría desaparecer con un desarme general, algo, desafortunadamente, muy improbable en el futuro e imposible en el presente.
Hay cierto equívoco sobre las izquierdas, el antimilitarismo y el pacifismo. Las izquierdas revolucionarias fueron en ocasiones antimilitaristas y se opusieron a las guerras imperialistas o entre estados burgueses, pero no porque profesasen la doctrina de la no violencia. Ese pacifismo, que tuvo a Gandhi como referencia, era propio de grupos religiosos, de algún sector del anarquismo, no de los seguidores de Bakunin, y, ya en el siglo XX, del movimiento hippie. El objetivo de la izquierda revolucionaria, marxista o anarquista, era hacerse con el poder y era consciente de que eso implicaba no solo un cambio de sistema político sino un ataque directo al imperio económico de capitalistas y terratenientes, que no lo cederían de buen grado. La revolución era inseparable de la violencia y, probablemente, de la guerra civil.
El más poderoso sustento del Estado burgués era el ejército, por eso había que minarlo y que combatir la disciplina y la jerarquía tradicionales, por otra parte, muy vinculadas a la estructura social y la ideología dominante. Los ejércitos fueron durante mucho tiempo en Europa, incluso bien entrado el siglo XX, no solo conservadores y jerárquicos, sino clasistas y aristocráticos. De ahí que también desde las izquierdas más moderadas, democráticas no socialistas o socialdemócratas, se cuestionase el militarismo de influencia prusiana y, sobre todo, la intervención del ejército en la política, tan frecuente en la Europa contemporánea, desde Prusia hasta España y desde Portugal hasta Grecia, pasando por todo el centro del continente, y en América Latina, Asia y África tras los procesos de independencia.
La historiografía marxista, especialmente la más próxima al estalinismo, estableció un paralelismo un tanto forzado entre las revoluciones francesa y rusa. Ambas habían logrado un cambio de modo de producción, del feudalismo al capitalismo, la primera, y de este al socialismo, la segunda; no fueron meras revoluciones políticas o revueltas sociales de escasas consecuencias, eran el paradigma de las revoluciones, por eso se referían a ellas como la «gran» revolución francesa o rusa, un privilegio exclusivo. El paralelismo se extendía a los agentes revolucionarios, a jacobinos y bolcheviques. Tanto Robespierre como Lenin se habían opuesto a sendas guerras antes de hacerse con el poder, aunque el primero sacó más réditos de las derrotas sufridas por el gobierno girondino y de la defección del general Dumouriez que de su inicial antibelicismo. Lenin se opuso a la participación de Rusia en la Primera Guerra Mundial porque era una guerra imperialista.
Una vez en el poder, Jacobinos y bolcheviques crearon ejércitos revolucionarios que vencieron en las guerras civiles desatadas por las revoluciones y a las potencias extranjeras que apoyaban a sus rivales internos. Los primeros fueron derrocados cuando comenzaban a vislumbrar la victoria militar, pero la Convención continuó y después de ella una república que extendió las fronteras de Francia y las rodeó de repúblicas hermanas, siempre menores de edad y, por tanto, tuteladas por la mayor. El gran heredero del ejército revolucionario francés fue Napoleón Bonaparte. Los bolcheviques pronto descubrieron que un buen ejército era un instrumento eficaz para extender el socialismo, bien mayor que, como comprobaron armenios y georgianos, permitía relegar el derecho de autodeterminación. Con Polonia fracasaron.
En la URSS no hubo un Napoleón, Stalin no era militar, aunque se dio el gusto de convertirse en mariscal, pero tampoco permitió que ninguno le hiciese sombra. Poco a poco, el ejército rojo que había fundado Trotski se dotó de más grados militares, de uniformes tradicionales y de una parafernalia que no tenía nada que envidiar de la de los más rancios de Occidente. Lo cierto es que a los comunistas rusos, tanto en la época revolucionaria como durante la tiranía de Stalin o en el régimen soviético postestalinista, nunca se les ocurrió prescindir del ejército, ni ahorraron en gastos militares, lo que limitó considerablemente el desarrollo económico de la URSS. Tampoco los países incorporados al «socialismo real» tras la Segunda Guerra Mundial prescindieron de sus fuerzas armadas.
Los comunistas de raigambre estalinista practicaron durante la guerra fría un antibelicismo asimétrico, contrario a la carrera armamentística occidental, pero silencioso frente a la soviética. Solo algunos disidentes se opusieron a la invasión de Hungría o la represión en la República Democrática Alemana, más conflicto creó la de Checoslovaquia, que condujo a la ruptura con la URSS de la mayoría de los comunistas italianos y españoles y de un sector de los griegos, con una actitud más ambigua por parte de los franceses. Los únicos siempre coherentes en su internacionalismo y en la oposición a las dictaduras de partido del llamado «socialismo real» fueron los poco numerosos trotskistas y algunos otros disidentes del comunismo ortodoxo. La de Afganistán fue una guerra imperialista, como la de Vietnam, pero mientras la segunda conoció el rechazo unánime y la movilización de todas las izquierdas, la primera solo declaraciones por parte de los eurocomunistas. El único gran residuo del estalinismo, Corea del Norte, que, sorprendentemente, todavía cuenta con algunos simpatizantes que se dicen comunistas, posee el ejército que hoy más recuerda en sus desfiles al de la Alemania nazi.
Podemos puede alegar que no tiene nada que ver con la tradición comunista, a pesar de los elogios de Pablo Iglesias a Lenin, que es una nueva fuerza pacifista, pero no deja de ser extraño que no se haya movilizado contra la invasión rusa de Ucrania. En cualquier caso, su oposición al gasto militar solo podría explicarse por un interés revolucionario clásico en debilitar las fuerzas armadas, lo que lo situaría fuera de la realidad, o por un pacifismo que solo favorecería a las potencias militaristas más agresivas.
Rusia no supone una amenaza directa para España, pero sí para Europa. No sorprende que una victoria del nacionalismo imperialista de Putin en Ucrania atemorice a las naciones que se independizaron de la URSS o se liberaron de la tutela rusa tras la caída del muro de Berlín. No se trata de que en unos meses vaya a invadir Lituania o Estonia, pero no es improbable que intentase movilizar a las minorías rusas para desestabilizar a los gobiernos y que siguiese practicando la guerra sucia con comandos infiltrados, terrorismo o ataques informáticos. A medio plazo, todo dependerá de que Europa demuestre que es capaz de defenderse.
Tenía razón Enrique Santiago, secretario general del PCE, cuando, hace unos días, comentaba que la nueva política de Estados Unidos cuestiona el papel de la OTAN, aunque es cierto que suele ser más conveniente tener al rival como aliado, por incómodo que sea, que como enemigo, pero, aunque no rompa la alianza Atlántica, la UE debería crear una fuerza militar común suficientemente disuasoria y capaz de actuar con rapidez y una estructura militar que permita racionalizar el gasto de los países que la integran sin caer en solapamientos, combinados con carencias del conjunto.
Cualquier izquierda racional debería ser consciente de que el mundo del siglo XXI no tiene nada que ver con el de hace un siglo. Los trabajadores actuales de Europa y de buena parte del resto del globo, asalariados o autónomos, ya no son los proletarios que no tenían nada que perder y solo una mente alucinada se los puede imaginar tomando el poder por la vía revolucionaria e iniciando una guerra civil para acabar con el capitalismo. Hoy, el objetivo debe ser profundizar y defender la democracia y conseguir la mayor igualdad social posible, con servicios públicos que garanticen una vida razonable incluso a los más pobres. También oponerse a las guerras de conquista, a cualquier agresión militar, pero a todas, igual que a todas las tiranías.
No estoy negando el riesgo de una carrera armamentista. Hay grandes intereses económicos detrás de la industria de armamento. El gobierno español, como el de la UE, debe explicar qué se necesita y para qué, hacerlo con claridad, no solo con porcentajes del PIB que dicen poco, especialmente cuando se compara a estados de riqueza muy desigual. También debe impedirse el comercio de armas con países agresores o que, como Israel, oprimen sin piedad a un pueblo sometido, en este aspecto se les debe exigir igualmente más transparencia y coherencia al gobierno de España y a la UE. La izquierda debería volver a la calle, que en nuestro país hace tiempo que ha abandonado, por causas internacionalistas, no solo en apoyo del pueblo palestino, también del ucraniano o del armenio, o de los de Bielorrusia y Nicaragua, sometidos a tiranías implacables, de las mujeres iraníes, afganas o saudíes, de los homosexuales condenados incluso a muerte en algunos estados.
España y Europa están en el mismo mundo que Estados Unidos, Rusia, China, Irán, Pakistán, India, Israel o Corea del Norte, estados estos últimos con bombas atómicas, como las tres superpotencias del principio. Es desagradable, pero tapar los ojos y poner cara de bueno resulta poco útil.
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