
De toda la contagiosa ponzoña que el Gobierno norteamericano expande, la subcultura del maltrato al inmigrante y la xenofobia es, probablemente, la de más éxito. Germina en terreno abonado, pues antes de esta etapa ya eran corrientes la erosión del derecho de asilo, la criminalización de los flujos migratorios y el acantonamiento en identidades nacionales cada vez más primitivas y excluyentes. El mandatario de Estados Unidos lleva este proceso, no obstante, a una fase superior, situando la inmigración en objeto de combate contra el que declara la guerra, equiparándola al terrorismo y, por ello, justificando la desposesión de cualquier derecho civil al migrante con el que se puede hacer lo que se desee y al que, con toda intención, llaman «alien» y no «migrant» en la prosa administrativa.
Hemos visto ejemplos sangrantes en las últimas semanas, entre los que destaca, por su crueldad, la supresión del estatus de protección temporal para nacionales de varios países, como Venezuela, Cuba, Nicaragua o Haití. El mensaje es sencillo: puedes tratar de escapar de un país represivo o en situación caótica, incluso aquellos con los que Estados Unidos mantiene una dinámica de confrontación, pero no hallarás amparo alguno porque la potencia ha decidido desentenderse de sus compromisos con la protección internacional de las personas, a pesar de ser parte del Protocolo sobre el Estatuto de los Refugiados de 1967. La insumisión frente al Derecho Internacional es la marca de este gobierno y no iba a ser menos en este campo. Igualmente atroz es la retirada masiva de visados a estudiantes de procedencia africana, árabe, asiática, de Oriente Medio o musulmana, en un número que hace unos días la American Inmigration Lawyers Association cifraba en 4.736, y que va más allá de los casos de estudiantes partícipes en movimientos de legítima protesta por el respaldo de las autoridades norteamericanas al genocidio en Gaza. Una decisión que forma parte de la voluntad inequívoca de aislarse y empobrecer las conexiones internacionales de las universidades norteamericanas, tomadas también por objetivo por Trump, como todo aquello que signifique conocimiento y pensamiento crítico.
Estas y otras medidas viles y autoritarias son presentadas al público con la grosería de figuras desafiantes y que se lucen bajo estética paramilitar. Es el caso de Kristi Noem, a la que podemos ver a lomos de un caballo como si fuese un ranger de Texas o en poses similares en la web y perfiles del Departamento de Seguridad Nacional, ricos en imágenes de este tenor. O el caso del Secretariado de Estado, Marco Rubio, enunciando sin tapujos el nuevo paradigma, según el cuál cualquier estatus de residencia, incluso la permanente o green card, es únicamente una concesión graciosa que el gobierno de Estados Unidos puede revocar cuando considere oportuno. En el caso de Marco Rubio, por cierto, se demuestra, una vez más, que el origen familiar (sus padres fueron emigrantes cubanos) no garantiza la pervivencia y coherencia de la memoria, cuando se anteponen consideraciones inhumanas o se equipara el éxito con el menosprecio a aquellos a quienes se considera de peor condición. Con la doctrina del gobierno trumpista, no se trata sólo de aplicar leyes migratorias draconianas y someter a la precariedad, la postergación, el examen social constante y el maltrato administrativo habitual a los extranjeros (tendencia que, evidentemente, no sólo se practica allá), sino de recordar a los interesados que no tienen derecho alguno y, que, aunque estén en situación legal, pueden ser objeto de las decisiones arbitrarias de la Administración, incluida la revocación de su permiso, su detención y su expulsión aunque sea a un tercer país o al campo de Guantánamo si es menester (pues así lo han planteado). Ser esposados, internados, deportados mediante medios militares y sujetos al ejercicio de la fuerza como dianas en la lucha contra la invasión (porque esa retórica brutal utiliza Trump en sus órdenes ejecutivas, y no sólo en Truth Social), es el destino que, si el gobierno lo considera, puede tener un inmigrante en Estados Unidos, y no sólo el que se encuentre en situación irregular. La siguiente meta, que ya han esbozado Trump en Estados Unidos y otros nacional-populistas en Europa (Alternativa para Alemania lo ha planteado y Orban lo propone respecto de los dobles nacionales), es restringir fuertemente el acceso a la nacionalidad por naturalización o residencia y revocar las que se hayan concedido en casos en que, a su entender, se haya hecho de manera demasiado generosa alterando la «esencia» de la nación.
El éxito de estas políticas y su emulación nos lleva, precisamente, a un superlativo control estatal sobre las personas, lejos de cualquier ideal liberal digno de tal nombre. Es significativa la contradicción de quien dice apostar por un estado mínimo en materia social, o directamente inexistente (pues en Estados Unidos ya han suprimido, por ejemplo, el Departamento de Educación) y a la par refuerza sin límites la capacidad de disponer sobre la libertad de las personas cuando son parte de un proceso migratorio o buscan protección internacional. Todavía algunos despistados llaman libertarios a estos movimientos, cuando no tienen nada que ver con cualquier principio básico de libertad.
Las políticas migratorias y la carrera de los Estados para competir en su dureza y restricción están modelando la mentalidad de la ciudadanía, reforzando un nacionalismo ciego y violento, rompiendo lazos transnacionales, erosionando la idea elemental de interdependencia y la relación entre pueblos y personas. Se formulan como si siempre hubiese sido este el criterio. En efecto, crece en las opiniones públicas nacionales la convicción de que restringir o castigar la inmigración y provocar sufrimiento en quien ha emprendido el proyecto migratorio es un derecho legítimo de los Estados y que esa posibilidad siempre ha estado a disposición del poder público. Desconocen que las políticas organizadas de restricción de movimientos de población desde los Estados no surgen de forma consistente hasta después de la Primera Guerra Mundial y que, como atestiguan los testimonios escritos (lean El mundo de ayer, de Stefan Zweig, es una guía elemental en este tiempo que también amenaza barbarie) la movilidad transfronteriza libre era una posibilidad real a principios del siglo XX. Con la excepción de situaciones puntuales de crisis, hasta hace unas décadas era impensable que alguien se echase a la mar en una embarcación de fortuna o atravesase de cualquier modo alambradas entre fronteras (hoy videovigiladas, con reconocimiento facial y cámaras térmicas). En la actualidad, por cierto, si esto sucede es porque las vías legales de migración ordinaria son reducidísimas o directamente inviables en origen, aunque los países de destino necesiten incorporar población activa. Pero no, no siempre los Estados se han arrogado ese derecho a controlar de manera leonina los flujos migratorios. Ahora, además, con Estados Unidos por delante, quieren ejercerlo sin sujeción a ninguna ley, a lomos de un mensaje xenófobo que se propaga con rapidez, nos contamina y nos degrada.
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