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OPINIÓN

El Papa Francisco presidió el Via Crucis en una Plaza de San Pedro vacía
El Papa Francisco presidió el Via Crucis en una Plaza de San Pedro vacía VATICAN MEDIA HANDOUT

23 abr 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Mi güela se llamaba María, pero bien podría haberse llamado Papa Francisco. Porque ella, que era católica, apostólica y romana, guardaba en el botiquín de la trastienda de su ultramarinos los botes de píldoras anticonceptivas que sus vecinas (algunas de ellas gitanas) no podían tener en casa porque no las dejaban. Ella ponía por delante de su fe el bienestar de las mujeres de su alrededor y nunca juzgaba.

Otra cosa que mi güela puso siempre por delante de sus creencias fue el amor que le profesaba a los suyos. Cuando alguno de sus sobrinos vino a decirle que era gay o lesbiana (que tampoco hacía falta decirle nada, que la paisana no era tonta y ya se había dado cuenta), nadie le escuchó un reproche y las parejas fueron acogidas con los mismos derechos y deberes (que también los había) que el resto. Sin distinción.

Estoy segura de que ella confesó lo primero, lo de las píldoras, y rezó por los segundos, pero no para que Dios la perdonara y sus sobrinos se «curaran». No. Rezó para que nadie que ella quería sufriera.

El párroco que me dio la Primera Comunión se llamaba Marcelino, pero bien podría haberse llamado Papa Francisco. Él, que llegó a la parroquia de mi pueblo a finales de los años ochenta para sustituir a dos curas anteriores que habían dejado el listón muy alto (eran misioneros en Latinoamérica, tocaban la guitarra y cuando había que soltar algún cagamento no tenían problema —eso en aquellas cuencas mineras daba muchos puntos—), no dudó en elegirme a mí como monaguilla. Fui la primera «mujer» en ejercer el cargo en la contornada. Y ya no es que yo fuera una nena, es que encima era la única de todo el pueblo, de mi clase y casi de mi colegio que daba «Ética» en lugar de «Religión».

La monja que comandaba la parroquia no vio con buenos ojos que la elección para tan insigne puesto fuera precisamente yo, perteneciente a una familia de rojeras que no pisaba el templo ni de broma. De hecho, la señora no tenía muy claro qué hacía yo en catecismo e intentó torpedear mi nombramiento en más de una ocasión. No sé si se lo dije de aquella a alguien, pero lo puedo decir ahora: me apunté a catecismo porque estaban todos apuntados, porque iban bastante de excursión y porque a mí lo que viene siendo la parte estética del rito me parece fascinante, y lo que más me gustaba, ya de aquella, era salir en misa a leer «carta del Apóstol San Pablo a los Corintios». En casa, por cierto, solo dijeron: «Tú sabrás… pero si te apuntas es para ir, ¿eh?». Poco sabían que iba a terminar escribiendo la historia religiosa de nuestro humilde templo.

Mi elección como monaguilla no le gustó nada a Sor María Amor, más chapada a la antigua, pero sentó un precedente del que ya no se pudo volver atrás. Marcelino nunca juzgó que mis padres no fueran a misa o que yo, ya desde pequeña, pusiera en bastante tela de juicio el hecho de que existiera un ser supremo que escribiera el destino de todos. «No tienes por qué creer que existe nada superior, Dios es amor por los demás», me decía, y tenía un tic que le hacía torcer la boca hacia la izquierda y a mi eso me fascinaba más que la carta a los Corintios. De mi pueblo se fue para el Vaticano, por cierto.

A lo largo de los años, sin ser yo nada de esto, he conocido a muchísima gente creyente, cristiana, católica, practicante, religiosa, misionera que tenían nombres como Juana María, Toño, Josefina, Raquel, Irene, Roberto o Charo… y que bien podrían haberse llamado todos Francisco I, porque si algo tenían (tienen) en común todos ellos con Jorge Mario Bergoglio es que ponen el esfuerzo en abrazar, acoger, ayudar, respetar y, sobre todo, no juzgar al que más lo necesita… En «dar amor» y no en rezar para que cambies o te cures…

Y sí, ya sé que me vais a decir que Bergoglio no era tan cordero como se le pintaba, que solo hay que ver lo que opinaba el Pontífice sobre temas como la eutanasia o el aborto, pero ¿qué queréis? Era el Papa de nada menos que la Iglesia Católica, un lugar al que le costó 2.000 años y 266 señores decir: «Si una persona es gay, busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla?». Y sí, con ella y con algunas otras cosas nos ganó sobre todo a los que no estábamos muy por la labor (y también entiendo que a Sor María Amor este tema no le gustara nada).

Estos días muchos han dicho que Francisco I era el Papa de los pobres, pero yo creo que también fue el Papa de los Ateos.