
Muy lejos de las peticiones de la reverenda Marian Budde, al frente de la Diócesis Episcopal de Washington, que implora piedad para las víctimas de la política de Trump; o de las palabras de Mark Seitz, obispo católico de El Paso (Texas), que clama contra las consecuencias en la vida de los más desfavorecidos de la guerra trumpiana contra la inmigración y contra los pobres, el arzobispo de Oviedo saluda las políticas del mandatario norteamericano «por poner a la cultura woke en su sitio».
Sanz Montes, que no tiene en sus discursos un gramo de compasión, ni siquiera de condescendiente lástima, utiliza también la piedra woke filosofal, como el resto de líderes nacional-populistas. Basta con tildar cualquier cosa que desagrade de woke para descalificarla, como hacen Trump y Milei con soltura. Su caricatura es burda, total, y multiusos: ¿preocupación por el medio ambiente (como la del Papa en «Laudato si - Sobre el cuidado de la casa común», por cierto) ¡Woke! ¿Inquietud por la integración social de las minorías? ¡Woke! ¿Zozobra por la asunción sistémica de la desigualdad más lacerante? ¡Woke! Y así con lo que haga falta. En la cruzada anti-woke el nacional-populismo alucina más que la inteligencia artificial en una conversación profunda, pues ven en todos lados comunistas y marxismo cultural amenazante y emergente, cuando su papel político y social es ya anecdótico. Perciben por doquier el «consenso progre», como lo denominan sus seguidores españoles, en todo aquello que no sea el darwinismo social que proponen, despreciando incluso los principios rectores de la política económica y social de nuestra Constitución, cuyo fundamento atacan. Pero la persecución que han iniciado en Estados Unidos (y quieren emular en Europa) no tiene nada de graciosa: empleados públicos represaliados por su participación en políticas de diversidad, equidad e inclusión; empresas vetadas por incluir objetivos medioambientales, sociales y de buena gobernanza entre sus políticas corporativas; negación radical de las heridas de la historia (del esclavismo al exterminio indio) y de la diversidad como parte del mosaico social; y una onda expansiva que va desde intervenir las instituciones culturales norteamericanas para que extirpen de su discurso museístico y sus actividades cualquier referencia a las luchas por la igualdad de las mujeres y la justicia racial (Orden Ejecutiva de Trump de 27 de marzo), hasta el expurgo de libros en bibliotecas públicas y académicas, que va camino de Fahrenheit 451.
Lo más curioso del arzobispo, aunque no es sorprendente en él, es que su defensa de Trump la hace en un congreso educativo sobre la «abolición del hombre». Asistimos al desprecio inmisericorde a la vida humana llevado a la categoría de política de Estado en episodios en curso, como el genocidio en Gaza y en conflictos que desangran y avergüenzan a la raza humana. Y estamos en los albores del transhumanismo, del hombre aumentado (por las mejoras artificiales en sus capacidades físicas y cognitivas), de la alteración completa del aprendizaje y de la percepción con la interfaz entre el humano y la inteligencia artificial, con resultados que no descartan el sometimiento de importantes decisiones a ésta. En suma, ante desafíos enormes para la propia condición humana y ante desigualdades inimaginables en la más distópica especulación. Una encrucijada a la que vamos sin orientación moral y ante la que el humanismo de raíz religiosa podría aportar consideraciones éticas relevantes y útiles. Sin embargo la antropología cultural cristiana en manos de Sanz Montes y figuras análogas, a estas alturas del partido, anda más preocupada por la expresión e identidad de género y por las formas de unión distintas de la «natural», viendo en ello un «asalto planificado al hombre y la familia». Me pregunto a cuántos cristianos de base les preocupa que cualquier persona viva su identidad, su sexualidad y sus relaciones de manera libre y consentida con quien quiera; y también me pregunto por qué se escucha tan poco la voz, probablemente distinta, de la mayoría de la comunidad cristiana, ante esta divisiva y cizañera figura arzobispal que sufrimos toda la sociedad asturiana.
El fundamentalismo cristiano no entiende nada de lo que sucede y no tiene ninguna solución para los problemas de nuestro tiempo, pero su capacidad dañina es notable, porque sofoca otras voces de una comunidad heterogénea y silenciosa: las de otros muchos cristianos alejados de sus tesis. Y, peor aún, porque otorga coartadas morales para el disolvente nacional-populismo y su programa de máximos: negar la justicia social, negar la diversidad, negar la sostenibilidad ambiental y negar las limitaciones al poder. Comparte también el discurso victimista que ha prendido como la pólvora entre capas amplias de la sociedad, que buscan a toda costa culpables de sus males y los han encontrado en quienes están en peor condición. Se parece a cualquier otro fundamentalismo de los que nos atenazan, por su poder envilecedor, con la ventaja operativa de que se pone menos el foco en él. La alianza entre importantes jerarcas eclesiásticos y reacción política, por otra parte, tampoco es nueva, pero va mudando de forma.
Ese mismo fundamentalismo es el que ha llevado a la Hermandad de los Estudiantes de Oviedo (que se hace flaco favor introduciéndose en esta guerra) y a la entidad denominada «Fundación Española de Abogados Cristianos» a considerar que la representación de la Santina de «Queervadonga» en la manifestación del 8-M constituye un delito de odio y un delito de ofensa contra el sentimiento religioso. Se ve que tenían ganas a cualquier movilización que aunase dos de sus dianas más preciadas: el movimiento feminista y el LGTBQ+. Pero en este caso yerran por completo. La Santina transfeminista no promueve el odio, la hostilidad, discriminación o violencia a los fieles cristianos, sino que, como sucede con tantas otras expresiones culturales y religiosas, se apropia y reinterpreta un icono popular, en este caso para hacerla partícipe de su causa, sin negar ni menospreciar a la figura originaria. La colocan bajo palio (mejor esta Santina que otros amparados bajo palio, como sucedía en un pasado no tan lejano); no la escarnecen, pues nadie la insulta ni la veja, sino la que ensalzan y piropean como se hace con las imágenes procesionales y, en un juego con el popular «yo conduzco, ella me guía», proclaman que «contra el fascismo, ella nos guía». Es una representación teatral, que no tiene una pizca de odio, aunque lo tenga de desenfado e irreverencia y, evidentemente, no quiera gustar a todos. Y se la saca a pasear en una manifestación multitudinaria, donde comparte espacio con otras muchas formas de protesta y reivindicación, sin importunar ningún rito ni celebración católica. No es ni será la primera muestra de este tipo, pues como el hecho religioso, seamos creyentes o no, es consustancial a lo más arraigado nuestra cultura, ninguna manifestación, ni artística ni política, es ajena a él. Todos tenemos, además, nuestro «own personal Jesus», que diría Depeche Mode, mucho menos siniestro que el «Dios con nosotros» que los soldados de la Wehrmacht llevaban inscrito en sus hebillas. Y, en el caso de los asturianos, nuestra particular relación con la Santina, generalmente entrañable y folklórica. Valga como ejemplo su utilización deportiva, cambiándole el manto en rojo o en azul según la visite el Sporting o el Oviedo, en el único caso conocido de devoción admitida por los dos equipos, sin que nadie se escandalice por traerla a ese negocio mundano y pasional del fútbol profesional. Otros ejemplos similares de hibridaciones poco sublimes, digámoslo así, entre lo popular y lo religioso pasan, por la procesión descarada y divertida de San Genarín, conmemorando «la santidad» ganada con el atropello por un camión de la basura de su protagonista y su vida disoluta en la muy adusta León, que se celebra en Jueves Santo, además. O la afición carnavalesca a disfrazarse de santos, curas, frailes y monjas y dar rienda suelta a lo que la fiesta lleve, para recordar de manera desenvuelta de dónde vienen los pulsos por la secularización y contra el poder religioso. Por mucha propensión querulante, y medios, que tenga la Fundación Española de Abogados Cristianos, no creo que (al menos todavía) se pongan a perseguir legalmente a estas apropiaciones burlonas o controvertidas de la imaginería y arquetipos del catolicismo. Y es que, en efecto, como ha dicho la Asamblea Moza d'Asturies (AMA), que sacó en parihuelas a su Santina, es la relación con la reivindicación feminista y LGTBQ+ lo que se persigue en este caso. Pero nada en esta Santina puede considerarse ni odio ni ofensa a los sentimientos religiosos, más allá de la subjetividad de quien quiere imponer a su conveniencia su propio canon absoluto. Va siendo hora de reformar la configuración del tipo penal de los delitos que invocan los denunciantes, para evitar esta constante amenaza a la libertad de expresión, que, la verdad, ya nos tiene cansados. Entre tanto, aunque la denuncia siga el rito procesal que requiere ciertas diligencias, no debería malgastarse mucho más tiempo ni recursos de la justicia en estos menesteres. Y si, como dice AMA, su Santina nos guía contra el fascismo, pues bendita la reina.
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