
Cata Coll es una futbolista. Juega de portera en el Barcelona y en la Selección Española. Hace unos días declaró a un medio catalán que es tal el odio que le tiene al Real Madrid que «soy más antimadridista que culé». No ha de extrañar este pronunciamiento en un animal humano, que no humanista, animal genérico que ha hecho del odio a lo largo de la Historia un arma letal contra el que está al otro lado, en la otra orilla, por causas meramente circunstanciales (geográficas, étnicas, temporales, entre otras). Además, en este primer cuarto de siglo la molicie envenena toda relación social a través de internet, el culmen del saber total, y totalitario: la perfecta falsedad. Tampoco ha de sorprender que una deportista, que pudiera pensarse que es ejemplo para niñas y adolescentes, atice el fuego de la vileza contra el contrario, porque es lo que hacen habitualmente los influyentes en la red. Cata Coll es un espécimen nada singular del mundo triunfante del déspota, que se está expandiendo por la política y por cualesquiera de las arterías sociales, entre ellas el deporte, y muy singularmente el fútbol, corrompido hasta el tuétano y donde se suelen ayuntar los racistas; o sea, los ultra fascistas.
Otra futbolista del Barcelona, Patri Guijarro, balear como la Coll, firmaba balones a unas niñas y, cuando llegó una con uno en el que estaba grabada la simbología española, la apartó con desprecio; la niña, que no entendió nada, fue, en un instante, apisonada como un guijarro. No obstante, tanto la una como la otra no renuncian a la Selección. Ellas, como otras «estrellas» culés, desde su nacionalismo de caleya, visten sin aparentes contradicciones la camiseta nacional, la de una nación que no es la suya, la de una nación a la que odian con ferocidad. Les pasa también a los varones. Tenemos el caso hiriente de un tal Guardiola, que jugó con España hasta edad bien adulta, siendo un independentista ciego. O, al mismo Barcelona, cuya directiva y afición convirtieron el «Campo Nuevo» en ruidoso portavoz de las hazañas de Carlos Puigdemont, el mesías de otro pueblo elegido, al que tantos alucinados se encomiendan bebiendo diariamente su «sangre» y comiendo su «sangre» divinas, pues llevan la buena nueva por otra tierra prometida por otro Altísimo, cuya alianza, el Arca de la Estrellada, confeccionada por las «mismas mismísimas manos» (Catarella, «El comisario Montalbano») del Creador, está depositada en el «sancta sanctórum» del tercer Templo de Jerusalén: la Sagrada Familia.
Pero tampoco esto nos ha de coger desprevenidos. La pasta y el exhibicionismo internacional que da jugar en la Selección rebaja un tanto el espíritu pro patria (a propósito de esta palabreja, imprescindible el libro «Patria», de Fernando Aramburu). No es una quimera. Es humano, demasiado humano, que diría Nietzsche. Porque hacer una liga levantina en la que gocen de su ser ario no les proporcionaría las prebendas de la repudiada España. Aunque tendrían que probar entrar en el fútbol francés, que otro prócer superior, el Junqueras, sostuvo con tanto acierto como convencimiento que los catalanes estaban más emparentados con los germanos de Carlomagno que con los de Alfonso II.
(En resumen, ser famoso es el doble de aterrador. En resumen, quien se apodera del poder, de cualquier poder, lo ejerce absoluta y brutalmente. En resumen, Teresa de Jesús, cuando se enteró de que los españoles habían llegado a América, escribió: «Estase ardiendo el mundo», y ardiendo sigue con el «descubrimiento» ruso de Ucrania, el yanqui de Europa y el israelí de Gaza y Cisjordania; pero nada, los pacifistas del amor universal y de las flores en los cañones, acomodados lejos de las líneas de exterminio, al sur de los Pirineos, que otros somos militaristas por realistas, lo solucionarán con el diálogo diplomático, aunque eso sí, sepan que la sede elegida para el encuentro por la paz en la Tierra es el Infierno y el interlocutor no será Satanás, sino alguien un poquito más malo: el Odio).
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