
De querer sumergirse uno en la hilaridad, la clarividencia, la transgresión, el ascenso a lo sutil de aura intelectual de oraciones para anotar, que diría Françoise Sagan, que a sus 19 añitos compuso un librito mayúsculo, «Buenos días, tristeza», se ha de leer cualquier obra de Frédéric Beigbeder (Neuilly-sur-Seine, Francia, 1965). Hace tiempo, en esta misma columna, comenté su «13’99 euros», una bacanal de lo antedicho. También tiene en castellano, que sepamos, «El amor dura tres años», «Una novela francesa», «Socorro, perdón» y «Último inventario antes de liquidación».
Pero el volumen que traigo hoy a colación, «Oona y Salinger», no lo voy a enjuiciar; me limite a transcribir tres párrafos porque, de no estar muy errado, pueden conducirles a escrutar el «presente continuo» desde el pasado ya tan lejano para muchos, aunque tan cercano en realidad. Solamente, antes de pasar a los entrecomillados, recordarles que Oona era hija de Eugene O’Neill, dramaturgo estadounidense de origen irlandés y premio Nobel de Literatura, que a sus 18 años se casó con Charles Chaplin, de 54, que le hizo ocho hijos, quizá para que no dispusiera la joven del suficiente tiempo para flirtear con apuestos personajes de Hollywood más cercanos a su generación, teniendo presente que Charlot, además de déspota, iracundo y tacaño, era celoso, muy celoso (él, que se jactó de haberse acostado con dos mil mujeres antes de cumplir los 50, entre las que había púberes, sus predilectas, a una de las cuales, al menos, dejó fecundada). Eugene le retiró definitivamente la palabra a su hija cuando se enteró del enlace.
Oona había conocido a Salinger («El guardián entre el centeno», unos 130 millones de ejemplares vendidos desde su publicación en 1951 y que sigue aumentando, parece ser, a razón de un millón al año) en Nueva York recién cumplidos los 15 años (Salinger, 21). Tuvieron una relación durante casi dos, que se truncó con el ataque japonés al Puerto de la Perla (Pearl Harbor, Hawái), el 7 de diciembre de 1941, obligando a EE.UU. a entrar en la Segunda Guerra Mundial. Salinger se alistó voluntario y fue uno de los soldados que desembarcó en Normandía, en la playa de Utah, el 6 de junio de 1944 y en meses liberó París. Oona se desentendió de Salinger y, en un abrir y cerrar de ojos, con 17 años, conoció a Chaplin, y no se casaron de inmediato porque era menor de edad. Lo hicieron, medio a escondidas, ya ella con 18, en México, y fue el principio del fin en Los Ángeles del cómico inglés (la pareja ya no era invitada a otras mansiones, etcétera), que, además, perseguido por sus ideas comunistas (solo ideas, que en la práctica fue de los primeros multimillonarios que dio la industria cinematográfica yanqui, acabando refugiándose en una mansión-palacio en Suiza, donde los impuestos era muy inferiores a los que pagaría en su patria natal, que la patria es patria si da beneficios, de la tipología que sean).
Pues bien, paso ahora al entrecomillado de algunas reflexiones de Beigbeder en «Oona y Salinger» contenidas en los tres párrafos siguientes:
«El mundo está listo para la próxima [guerra]. Un nuevo conflicto mundial enjuagaría las deudas públicas, relanzaría el crecimiento económico, reduciría la superpoblación… Los niños mimados y amnésicos de los países ricos esperan inconscientemente que un nuevo cataclismo libre el espacio para los supervivientes… Anhelan un nuevo enemigo al que masacrar. Querrán estar traumatizados por algo más que una escena de «Saw» en You Tube. La juventud de 2014 [véase la de 2025] está falta de elecciones trágicas. Está necesitada de destrucciones».
«El aburrimiento existencial, la sensación de vacío, la frustración globalizada, alimentan este deseo aterrador llamado nihilismo. Una necesidad de servir a algo, de pelearse por un ideal, de escoger un bando, de arriesgar la vida para convertirse en héroe. No es de extrañar que algunos se conviertan en terroristas: ¿qué es el terrorismo, sino la única oportunidad de los antihéroes para procurarse una guerra en tiempos de paz? El período de calma que atraviesa Occidente es el más largo de toda la historia, y quizá esté a punto de terminar» (páginas 216 y 217 de la edición de 2019 de Anagrama).
Y más adelante, en la 285, escribe: «Podemos conformarnos con ser afortunados, a caballo entre dos siglos, mientras esperamos la próxima guerra».
Apunte. Se detectan dos ideas estructurales: la primera, el «vacío» de los «niños mimados», al que habría de añadirse el vacío de la población en general; la segunda, una sonora alarma de la inminencia de un conflicto colosal. Lo que parece que no sospechaba Beigbeder cuando terminó el libro, en 2014, fue el ardor imperialista de Putin en desarrollo y la llegada a la Casa Blanca de un putrefacto como Trump, que, cada uno por su lado, han dejado a Europa desnuda. Entonces, incluso siendo antimilitaristas, ¿podemos permanecer a la intemperie, sin ropa, ante los vientos glaciales que vienen del este y del oeste?, ¿nos arrodillaremos ante los matones o nos rearmaremos (y, Presidente, el rearme solo se puede denominar rearme, sin eufemismos) para defendernos, porque una cosa es ser pacifista y otra gilipollas o, peor todavía, anteponer intereses políticos de una nimiedad tan ridícula como vergonzosa a un tiempo aterrador?
Comentarios