
Desde que Descartes formuló su célebre «Pienso, luego existo», el pensamiento ha sido el pilar de nuestra identidad. Reflexionar, dudar, analizar… todo eso nos define como seres humanos. Pero en estos tiempos, donde la inteligencia artificial responde con rapidez, donde parece que ya no hace falta pensar tanto porque alguien (o algo) lo hará por nosotros, me pregunto: ¿seguimos existiendo del mismo modo?
Es tentador ceder a la comodidad de respuestas instantáneas, a la certeza de datos procesados en segundos, a la ilusión de que el conocimiento puede delegarse sin pérdida. Pero, ¿y si en ese acto de abandono perdemos lo que realmente nos define? No es una cuestión teórica para mí. A lo largo de mi trayectoria profesional como médico he dedicado incontables horas a la observación, al análisis crítico, a desafiar ideas establecidas y a perfeccionar técnicas que otros daban por inamovibles. No me conformé con repetir lo que ya se sabía; busqué mejorar, cuestionar, demostrar que había formas más eficaces de tratar patologías vasculares.
El vendaje compresivo es un ejemplo de ello. Durante años, su uso en la enfermedad arterial periférica fue descartado sin matices, cuando el índice tobillo/brazo era inferior a 0,80. Sin embargo, la observación clínica y el análisis riguroso me llevaron a cuestionar esa contraindicación. El resultado fue el vendaje con doble compresión focalizada: una técnica que desafiaba lo asumido y que, sin embargo, probó ser eficaz.
Pero este proceso no habría sido posible sin pensamiento crítico. Sin la capacidad de dudar, de observar más allá de lo evidente, de resistirse a aceptar lo impuesto sin justificación suficiente. La IA puede generar artículos, sugerir tratamientos, organizar datos mejor que cualquier mente humana. Y, sin embargo, no puede hacer lo que más valoro en mi profesión: el juicio clínico, la intuición que se afina con la experiencia, la capacidad de ver lo que otros pasan por alto.
Quizá la verdadera pregunta no sea si la inteligencia artificial puede pensar, sino si nosotros seguiremos haciéndolo con la misma profundidad. Veo colegas que se apoyan en protocolos rígidos sin cuestionar su eficacia, que aceptan directrices sin analizarlas. Veo cómo, poco a poco, la medicina —y muchas otras disciplinas— corren el riesgo de volverse una serie de automatismos. ¿Estamos delegando demasiado? ¿Nos estamos volviendo dependientes de respuestas preconfiguradas?
La amenaza no es que la IA adquiera conciencia. El riesgo real es que nosotros dejemos de ejercer la nuestra. No porque no podamos, sino porque nos resulta más cómodo no hacerlo. Y ahí es donde radica el peligro: en la pereza intelectual, en la falta de cuestionamiento, en la aceptación pasiva de lo que nos ofrecen como verdad absoluta.
Pensar sigue siendo la única prueba irrefutable de que existimos. No pienso renunciar a ello.
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