
La reciente noticia del horrible asesinato de la educadora social en Badajoz ha conmovido a todo el país. Desde el más profundo respeto y dolor, solo queda expresar el pésame y el acompañamiento a la familia, amigos y compañeros de Belén. Nunca debió suceder. Su pérdida es irreparable, y nos unimos al dolor de quienes la conocieron y compartieron con ella su labor.
Belén trabajaba en un centro de guarda para jóvenes con medidas judiciales, un entorno que requiere compromiso, profesionalidad y recursos adecuados para garantizar tanto los procesos de inclusión social como la seguridad de todas las personas involucradas.
Este trágico suceso plantea muchas cuestiones. La primera, el papel de las y los educadores sociales. No es solo una profesión, sino un compromiso con la reinserción y el acompañamiento de jóvenes en situaciones complejas. La educación social cumple una función esencial: construir oportunidades y ofrecer apoyo a quienes más lo necesitan. Por ello es imprescindible defender este trabajo frente al desconocimiento y la desinformación.
Es fundamental analizar los medios disponibles para este trabajo y considerar si estos episodios de violencia reflejan un sistema que, mediante la desinversión en políticas sociales, mantiene un modelo de protección con recursos insuficientes. Se trata de un fenómeno complejo y multifactorial, pero no puede atribuirse únicamente a la falta de voluntad política e institucional. No todos los sistemas autonómicos enfrentan la misma precariedad, por lo que quizá sea necesario establecer una legislación armonizadora que garantice derechos y recursos en todo el Estado.
Otro aspecto clave es el desconocimiento, tanto en la sociedad como en los medios de comunicación, sobre la protección y la reforma judicial relativa a jóvenes. Se ha dicho que el asesinato ocurrió en un «piso tutelado» e incluso algunos medios han hablado de «jóvenes tutelados». Sin embargo, estos jóvenes no estaban tutelados, ni la vivienda donde ocurrieron los hechos era un piso tutelado. Se trataba de un recurso completamente distinto: un centro abierto de reforma dirigido a jóvenes que han cometido delitos y cumplen penas impuestas por un juez.
Confundir ambas realidades refuerza la idea errónea de que los chicos y chicas tutelados por el sistema de protección son peligrosos y conflictivos, fomentando la desconfianza y el rechazo social. Los jóvenes que han crecido en el sistema de protección no han hecho nada malo. No han cometido delitos. No están ahí porque sean peligrosos, sino porque en algún momento alguien no pudo o no supo hacerse cargo de ellos. Convertirlos en sospechosos por defecto no solo es injusto, sino que perpetúa una discriminación que les perseguirá durante años.
Quizá el asesinato de Belén sirva para revisar estas cuestiones, poner en valor el trabajo de las y los educadores sociales, reflexionar sobre la necesidad de armonizar modelos que garanticen tanto un trabajo efectivo con la juventud como la seguridad de los profesionales, y exigir una información rigurosa y responsable.
Es hora de cambiar el relato. La manera en que contamos las historias influye en cómo la sociedad percibe a quienes las protagonizan. La justicia no solo está en los tribunales, sino también en las palabras que elegimos para hablar de los demás.
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