
El pequeño gran hombre se estrenó en 1970. La película nos cuenta una de esas historias conmovedoras que, en su momento, se convierten en inevitables, pero que con el paso del tiempo ya tienen menos impacto. Hay que comprender que, desde entonces hasta ahora (y no creo que sea una buena noticia para el espectador romántico), hemos visto de todo, tanto por el derecho como por el revés. Parece que a las alas de la fantasía se les han puesto límites y, ya hasta para Hollywood, resulta difícil sorprender con algo verdaderamente novedoso. El papel del anciano cheyene de 120 años, que narra su azarosa biografía, estaba encarnado por Dustin Hoffman, actor cuya calidad dramática ha demostrado en numerosas ocasiones, razón por la que lo tenemos elevado a los altares del cine como un icono ineludible.
O se debe a su pequeña estatura, a su reconocible gesto de aturdimiento transitorio, a su ceño fruncido algo artificial, o al hecho de ser ambos actores; el caso es que cada vez que veo en televisión a Zelenski defendiendo con solemnidad la dignidad ucraniana, la memoria me trae muy viva la imagen de Hoffman. Revestido asépticamente de verde militar, Zelenski quiere demostrarnos que es un soldado más en lucha contra el invasor ruso, no el presidente asustadizo escondido en la conejera de retaguardia para impedir que el país se quede huérfano de su valeroso gobernante. Se diría que, desde que estalló el conflicto, tres años atrás, el bueno de Volodimir sigue metido dentro del mismo jersey y el mismo pantalón, por supuesto, convenientemente pasados por lavadora y plancha.
Como una premonición, en la serie «El servidor del pueblo», representaba a un modesto profesor de historia que termina llegando a la presidencia de su país. El inmenso éxito popular alcanzado inesperadamente propició que la fundación de un partido político liderado por él fuera una idea que apenas necesitó ser moldeada en unas cuantas tardes. Por eso tampoco extrañó a nadie que, en las elecciones celebradas poco tiempo después, resultara victorioso. Quienes enseguida se lanzaron a pronosticar que su nula experiencia política no tardaría en pasarle factura, tuvieron que rendirse a la evidencia de su cálculo equivocado. Más aún cuando, en el órdago lanzado por Putin, consiguió aglutinar a simpatizantes y detractores en una argamasa sin fisuras, haciéndoles sentirse dirigidos por un auténtico caudillo. Con decir que, hasta los ajenos al conflicto, en un primer momento, nos dejamos arrastrar sin reservas por una apasionada adhesión a la víctima.
Carezco de criterio para opinar sobre el acierto con que está dirigiendo el rumbo de la guerra desde el punto de vista militar, pero en más de un sitio he leído críticas a su estrategia, a veces demasiado agresiva, a veces excesivamente dubitativa. No son muy ácidas, desde luego; ya decíamos hace días que la realidad nos la han tergiversado los poderes mediáticos desde el mismo principio, y uno ya se ha vuelto incrédulo para no sentirse demasiado engañado. Hará falta que transcurran muchos meses para que, una vez reinstaurada la paz, podamos ir conociendo, por entregas, la verdadera magnitud de lo ocurrido y, sobre todo, lo que pudo haber sido y no fue.
De la DANA se puede decir algo parecido: en las versiones que vamos conociendo, hay tantas verdades como mentiras. Por encima de todo, salvar el pellejo es la prioridad de los encausados. Que la responsabilidad de unos cuantos mandamases está compartida en diferentes grados es, por ahora, la conclusión más plausible que nos ofrece nuestra inocente sesera. Hará falta que la justicia consiga mantenerse independiente de las presiones políticas, empeño más que difícil si recordamos lo que está sucediendo en otros juicios trascendentes para la gobernanza del país.
Decir a voz en grito que Trump es un verdadero orate, de cuyo cerebro desquiciado depende el futuro de la sumisa humanidad, no debe suponer, en mi modesta opinión, que todas sus afirmaciones tengan que ser desechadas. Hasta el diablo tiene, a veces, razón. Me refiero a sus palabras sobre Zelenski, precisamente, cuando le reprocha que no hubiera encontrado o hubiera rechazado una negociación con Putin para detener el avance de la guerra. La lógica más aplastante nos convence de que ese intento negociador con toda seguridad se produjo meses antes de iniciadas las hostilidades. Qué pidió o exigió el uno y qué denegó exactamente el otro será imposible de llegar a saberse. Pero sí podemos intuir que, fracasadas las conversaciones, el orgullo obligó al zar a enviar los tanques sobre el rebelde.
Incluso en este caso, hacer concesiones no siempre es sinónimo de claudicación y cobardía. La historia nos permite conocer que, en cierto modo, las reivindicaciones territoriales rusas estaban teñidas, por decirlo así, de un cierto sentimentalismo secular, particularmente concretado en la península de Crimea. La ironía amarga del desenlace final pasa por aceptar la paradoja de que todo el territorio que no se cedió en su momento debe cederse ahora, pero eso sí, después de haber sufrido una masacre humana salvaje, un sufrimiento de la población civil inolvidable, unas pérdidas materiales inmensas y un presupuesto de reconstrucción apabullante.
A lo mejor, la dignidad patria no fue bien entendida por Zelenski. En vez de considerar como posible una posición pragmática, gigantes como Goliat ha habido muchos, pero victoriosos como el pequeño David, muy pocos. Lo cierto es que el cómico aventurero situó a Occidente en una encrucijada fatal que significó un desembolso inconmensurable de muchos millones de euros, y nos tuvo sometidos a un sinvivir constante ante el riesgo de que el frente ampliara sus fronteras. Miles de millones de euros que sirvieron eficazmente para matar al mayor número posible de rusos, a muchos de los cuales, jovencísimos patriotas a su pesar, poco les habrá interesado invadir al familiar díscolo.
A lo mejor, continúo, de haber estado presidida Ucrania por un personaje más diplomático o menos visceral (¿Y más inteligente?), esta tristísima página de la historia de Europa no se hubiera escrito, o al menos se habría escrito con mucha menos sangre. A lo mejor, resulta inadmisible que un país tan vulnerable por su delicada situación geográfica se embarque en una guerra colosal, a sabiendas de que su decisión implicará gravemente la seguridad y la economía de sus vecinos. Yo invito y tú pagas podría resumir esta cena envenenada.
Sin ir más lejos, y a título anecdótico, acabamos de saber que nuestro gobierno va a conceder ayudas a Ucrania por valor de mil millones de euros. La cifra la hubieran agradecido con una ovación, por ejemplo, un amejoramiento y modernización de nuestras infraestructuras sanitarias y, en mayor medida, un aumento considerable del personal que las atiende. Y todavía hubiera sobrado una enorme cantidad de dinero para acometer la construcción de muchísimas viviendas en las poblaciones más deficitarias.
Todo admite diferentes consideraciones. Espero que, para no mortificar a la memoria, las nuevas generaciones de ucranianos comprendan esta guerra, y los demás sepamos olvidar que la padecimos como una siniestra continuación del COVID regalada por el destino. Si la Revolución francesa fue el hito que convirtió la Edad Moderna en la Edad Contemporánea, y ahora los emperadores Trump y Putin nos vuelven a recordar que continúan teniendo el mundo a sus pies, pero ya sin amenazarse mutuamente, ¿cómo se acabará llamando entonces esta Edad recientemente iniciada?
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