
Si la sociedad no lo remedia, el capitalismo salvaje conseguirá imponer su dictadura en la totalidad de los territorios habitados. La socialdemocracia, tan indulgente, colaboradora, hipócrita y, en muchas ocasiones, promotora o cómplice del capitalismo extremo, contempla cínicamente cómo las bases de su modelo democrático liberal son fácilmente vulnerables para quienes exhiben una proverbial falta de sensibilidad y escrúpulos sociales.
En teoría, la democracia es, en esencia, el gobierno del pueblo. Sin embargo, resulta elocuente que, para ser candidato a la presidencia de un país que dice ser paradigma democrático, haya que ser multimillonario o estar financiado por multimillonarios que, a su vez, exigirán el retorno de su favor financiero en dinero o en especie. Las privatizaciones de bienes y servicios públicos rentables son un buen ejemplo de este sistema. También es significativo que delincuentes y golpistas puedan llegar a la presidencia y lo celebren con el indulto a familiares condenados o a una panda de golpistas que participaron en su intento de asalto al poder por la fuerza.
Si la corrupción se normaliza e institucionaliza, si la justicia se pliega ante el poder económico y actúa con extrema contundencia contra los más necesitados, si la ideología prima sobre el derecho y el derecho está lastrado, en origen, por determinada ideología, no puede haber convivencia justa. Si las guerras son un mero negocio a voluntad de los ricos, que se saldan con miles de víctimas pobres, si los territorios soberanos se expropian mediante el genocidio y los crímenes de guerra, entonces el derecho internacional no es más que papel en el estiércol.
Si el derecho a la información se convierte en bulos, manipulación y falsedad mediática, la democracia vive en una agonía permanente. Si la vida tiene como fin primordial un esfuerzo laboral, académico y vital para enriquecer a los genuinos medios del capitalismo salvaje —como la banca, los seguros y las energéticas—, y al capitalismo salvaje se suman el capitalismo comunista y el comunismo capitalista, entonces no hay salida. Si la religión se instrumentaliza con determinados fines, si los recursos naturales se destruyen o se explotan en función de los egos más conspicuos del capitalismo asilvestrado, si quien se defiende de los abusos sistemáticos y las miserias impuestas por el capitalismo corre el riesgo de ser declarado terrorista, si quien se limita a reclamar sus derechos constitucionales —como la salud, la educación o la vivienda— es tildado de extremista de izquierda, si los recortes sociales destinados a los países previamente esquilmados y arruinados sirven para financiar y promocionar el neofascismo internacional, entonces estamos asistiendo a una guerra entre grandes fortunas en la que corremos el riesgo de ser, una vez más, las víctimas de siempre, futuros inquilinos de nuevos campos de exterminio y blanco del odio y la violencia del imperio galáctico.
Europa debe despertar de su sueño de viejo patriarca inmune al neofascismo. Europa debe examinar su conciencia y analizar serenamente, sin vacilaciones ni demoras, lo que está ocurriendo. Cuando la seguridad se debilita, lo que medra es el riesgo sin límites. Y ese riesgo es real y creciente.
El poder de los pueblos no consiste, como proponen los magnates de los misiles, en gastarse en armamento cuatro o cinco veces lo necesario para destrozar todo el planeta. No. Lo que se necesita es plantar cara sensatamente al capitalismo salvaje y recuperar un modelo de convivencia que nos permita vivir sin tener que convertir nuestra existencia en una garantía de acumulación de riqueza para iluminados ajenos.
El dicho al mejor amigo, la mayor pedrada está más vigente que nunca. ¿Seremos tan necios como para volver a vestir de rayas y ocupar estantes en los huesos, esperando la muerte? ¿Volveremos a levantar el brazo mirando al ilusorio sol del ocaso en pleno invierno?
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