
Resulta muy antipático que los infatigables creadores de consignas políticas maniqueístas pretendan dividirnos entre los que son auténticos demócratas como ellos y los que somos fachas por no compartir su credo. El esquema es rudimentario, facilón, bastante pueril; pocos de quienes llevan esta partitura clavada en la frente saben de verdad lo que es el fascismo, pero una buena tarde de un mal día aprendieron el estribillo de la canción del verano sin tener la menor idea de música y lo canturrean con entusiasmo. Deben desengañarse, afortunadamente el espacio entre unos y otros es todavía inmenso y nos permite mover el cerebro a nuestra voluntad, sin tener que pedir permiso ni justificarnos.
Puestos a colocar el dedo en la llaga, tampoco parece una idea demasiado ingeniosa denominar como ultraderecha a la extrema derecha de toda la vida. Por encontrar una explicación a esta llamarada, parece que ultraderecha suena mucho más despectivo, más radical, más odioso, más temible para los inocentes ciudadanos. En cambio, la extrema izquierda, dulce, pacífica, antibelicista y democrática, permanece con su nombre original preservada de ataques semánticos, como exige su inequívoca condición de milicia firmemente comprometida con los intereses del pueblo.
Las dos extremas sobran, creo yo, deben resultar igual de ajenas y rechazables, solo sirven para desviar el rumbo hacia sus puertos neblinosos, donde aguarda Polifemo disfrazado de Penélope para engullir a los desorientados navegantes. Incluyo, como en este preciso momento es más pertinente que nunca, a la extrema americana que de repente, sin previo aviso, desde el otro lado del Atlántico nos escupe con nuevas ofensas cada día por boca del energúmeno rubio. Ni el analista político más imaginativo podía sospechar tiempo atrás que en ese país, que a los occidentales nos ha servido durante muchos años como referente de la democracia y de la libertad, fueran capaces de entregarle la vara de mando a un personaje tan soez y atrabiliario como Trump. En parte se lo tendremos que agradecer a Biden, dicho sea de paso, pues la derrota estrepitosa de los demócratas supuso el triunfo de los republicanos.
Nada más subir al trono, la verborrea desafiante del vencedor amenazó a Canadá y México con imponerles graves aranceles, para extender después la advertencia a la UE. Más tarde le tocó el turno a Gaza, por medio de la insultante propuesta inmobiliaria que levantaría resorts y rascacielos sobre el cementerio palestino, expulsando a los supervivientes de la masacre hacia otros países que, en caso de acogerlos, los recluirían probablemente en campos de concentración como a la maldita raza judía. La semana pasada en Munich, Trump le ha dicho en la cara a la vieja Europa que si quiere defenderse debe aumentar de una vez su presupuesto militar, pues el apadrinamiento mantenido durante ochenta años ha tocado a su fin y a partir de ahora Estados Unidos solo va a gastar los dólares consigo mismo. O dicho de otro modo, Bye, bye, my friends. O dicho de otro modo, puñalada a traición.
Cuando menos se esperaba, cuando parecía que la globalización serviría efectivamente para resolver en conjunto los conflictos, contemplamos con estupor que los Imperios renacen de sus cenizas y los todopoderosos países que antes eran acérrimos enemigos se sientan a la mesa en Arabia para decidir qué parte del botín llamado Tierra se van a ir quedando por entregas. La primera medida que quieren adoptar es promover en Ucrania la paz que conviene a sus intereses, excluyendo groseramente a la directamente implicada y a la UE. Y mientras a duras penas vamos saliendo del asombro, las últimas noticias nos permiten conocer que Trump atribuye a Ucrania el comienzo la guerra y le va a imponer nuevas elecciones para desalojar de una vez al pequeño incordiante que ya ha revuelto demasiado. El director de esta trágica película surrealista producida al alimón por los dos grandes gerifaltes podía ser Fellini con guion de Kafka.
Sin embargo, si la esperanza es lo último que se pierde, debemos abrir la cabeza a la posibilidad de que la aplicación de los aranceles se quede en una amenaza y que tanto Ucrania como la UE se lleguen a sentar con pleno derecho a la mesa de negociación que ahora tienen prohibida. No ser optimista no impide intuir que Trump está echando faroles sin parar, como los jugadores bravucones que acaparan casi todas las fichas del tablero. Aterrizará antes o después, no lo dudemos.
Lo que ya parece irreversible es que Putin se quede con el veinte por ciento de Ucrania, más o menos, ese amplio territorio que pretendía anexionarse cuando empezó la guerra y cuya superficie es incluso mayor que Andalucía. La guerra ha hecho correr por aquellas tierras ríos de sangre, la devastación ha sido incalculable, el pago de la ayuda militar (se habla de más de 500.000 millones de dólares) arruinará a los ucranianos y a nosotros nos terminará rascando el bolsillo. Y todo ello después de que hayamos sufrido en propia carne las atrocidades que íbamos conociendo o nos íbamos imaginando.
Como a todas las monedas, a esta saltarina y traidora que tenemos en la mano hay que verle las dos caras. Una la acabamos de mirar y remirar con amargura y frustración. En la otra se aprecian las imágenes nítidas de cuatro consideraciones que podrían ser más:
Durante estos tres años hemos estado escandalosamente manipulados a través de informaciones torcidas. A saber: Por ejemplo, se nos hizo creer en numerosas ocasiones que Ucrania estaba en condiciones de ganar la partida, cuando lo cierto es que la tenía perdida de antemano. Las cifras de bajas y pérdidas de material militar siempre eran muy superiores por parte rusa, lo cual no dejaba de llamar bastante la atención, pero tampoco teníamos manera de contradecirlo. De repente Rusia tenía un ejército muy mal preparado y deficiente, como si hasta cierto punto fuera vulnerable al ataque de cualquier república caucásica de su entorno. Su imponente poder aéreo languidecía en los hangares de los aeropuertos por miedo al enfrentamiento directo con la aviación del país a la que hasta no hacía tanto tiempo había formado militarmente.
Sin comentarios sobre aquella seguridad absoluta de darle la vuelta a la situación en cuanto los terribles Leopard entraran en combate. Nadie dudaba que neutralizarían a la artillería enemiga, nos ilusionaron durante semanas con esa posibilidad. Pero, o los Leopard no eran tan terribles, o eran mucho más terribles los tanques rusos, o les mandaron al frente pocas unidades, o quienes los manejaban no estaban suficientemente preparados o las inclemencias del tiempo frustraban su avance. O, o y más oes para intentar explicar lo inexplicable y aplacar la decepción de los ingenuos que les creímos.
Sin comentarios también sobre aquella primeriza irrupción en Ucrania de una apabullante columna de blindados rusos que ocupaba más de treinta kilómetros de carretera y luego se dieron la vuelta al comprobar que el ejército invadido oponía resistencia. Gran sorpresa, qué cosas pasan en algunas guerras. Por lo visto el error de cálculo de los jefes rusos había sido escandaloso: por un desliz no habían previsto respuesta ucraniana y regresaban a casa antes de que los redujeran a cenizas.
Por ejemplo, descubrimos con no menos sorpresa, que las zonas que se suponía parcialmente ocupadas por Putin no estaban conquistadas tan recientemente, el mapa que lo indica nos lo acaban de enseñar ahora.
Si la UE hubiera decidido hace treinta o cuarenta años que su seguridad territorial, por simple dignidad, no debería endosársela al tío Sam aunque el papel de sobrinos sea muy cómodo y muy barato, a lo mejor el bronco tío Sam actual no estaría tan harto de Europa, pues no de otra manera que como pura reacción de hartazgo se puede entender su exabrupto.
Europa, y por supuesto España, nunca dejaron de comprar gas a Rusia y a fecha de hoy lo siguen haciendo, mientras, paradójicamente, le aplican sanciones de castigo. Europa, la vieja Europa de los sueños frustrados, va a tener que reaccionar con urgencia si no quiere desaparecer. A los dos grandes señores que ahora la menosprecian y la vejan se les debe añadir en el corto plazo el mandarín chino que vigila tan atento como divertido.
Todo es opinable y lo opinable es rebatible mientras se sepa mantener la objetividad, pero debe reconocerse que el grado de incongruencia con que nos han narrado el triste episodio ucraniano es difícil de olvidar. Hemos asistido a un espectáculo lleno de demasiadas brumas, y en la calle se tiene la impresión de haber sido tratados con escaso respeto. La luz solo brilló a veces y los taquígrafos se iban de vez en cuando de vacaciones.
En fin, creo que para España es especialmente preocupante la preferencia de Trump por el rey moro, máxime ahora que la alianza monolítica europea se está resquebrajando y a nuestros socios les seguiremos importando tan poco como siempre. No me imagino a Holanda y Alemania intentando mediar en caso de que a Marruecos se le ocurriera entrar por sorpresa en Ceuta y Melilla. Más errónea sería todavía la pretensión de contar con algún apoyo de Francia o Inglaterra. Por cierto, veremos si este país se decanta por su hermano de sangre aunque sea un brother lunático muy peligroso, o siente en sus entrañas que todavía palpita algo de fibra europea y cambia de chip. De momento, el viaje de Starmer y Macron a Washington ofrece expectativas optimistas. Que los británicos sean isla no significa que pertenezcan al continente africano. A ver si de una vez son consecuentes.
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