
Ahora ya no nos podemos llamar a engaños. Se sabía que Donald Trump sentía simpatía, incluso fascinación, por Vladimir Putin. Se llegó a asegurar que su primera victoria electoral había sido el resultado de la manipulación del Kremlin. Esa parte no era cierta, pero lo que es indudable es que desde entonces la fascinación de Trump por Putin se ha convertido en algo más: en una alianza. Porque no hay otra forma de interpretar las palabras (y, lo que es más revelador, las acciones) de Trump con respecto a Ucrania. Trump, simple y llanamente, se ha puesto del lado de Moscú en su invasión de Ucrania.
No estamos ante una reedición de la vieja doctrina del aislacionismo norteamericano sino de un cambio de alianzas histórico. Donald Trump está retirando a Estados Unidos del campo de las democracias liberales para alinearlo con un país, Rusia, que no solo es un régimen autoritario, sino que, encabezado por un antiguo agente del KGB, sigue siendo en buena medida el heredero ideológico de la URSS, la némesis de Estados Unidos durante décadas. Un país que dirige un bloque del que forman parte Irán, Cuba o Venezuela, y al que unen fuertes lazos con China y Corea del Norte. Todos ellos son países cuya geoestrategia está orientada a dañar lo más posible los intereses norteamericanos en el mundo. Adoptando la mirada de Putin en política internacional y rompiendo con sus aliados tradicionales, Trump no es que esté abandonando a su suerte a Ucrania, o a Europa: es que está dejando al propio Estados Unidos a merced de sus enemigos.
El hecho es tan desconcertante que se comprende que el propio Vladimir Putin no haya proferido todavía una palabra en público al respecto. Ante un giro tan inesperado y que le abre tantas posibilidades, lo lógico es que lo analice con cuidado para ver cómo puede sacarle el mayor provecho posible. Y no será Putin el único desconcertado. Siempre han existido las contradicciones ideológicas, pero lo que ha provocado Trump es un verdadero cortocircuito. De repente, una gran parte de la izquierda, que simpatiza con Putin por su rechazo visceral a la OTAN, se encuentra en sintonía con una gran parte de la derecha, la cual simpatiza con Trump por su guerra contra el woke. Ambos repiten ahora al unísono el mismo argumentario sobre la guerra de Ucrania, mientras se atribuyen la superioridad moral de querer acabar con una guerra, cuando lo que hacen es justificarla retrospectivamente. Pero la confusión se vuelve todavía mayor cuando los críticos de Trump caen en la tentación de convertir su rechazo en un antiamericanismo sin matices que fortalece el de los radicales, olvidando que Estados Unidos, a diferencia de Rusia, puede cambiar de líder o frenar las iniciativas del actual en el Congreso. Y lo mismo sucede con la cuestión europea, donde se corre el riesgo de que la (más que comprensible) impaciencia con Europa por su falta de músculo y capacidad de intervenir se transforme en un antieuropeísmo de trazo grueso que todavía la desarme más ante el peligro, muy real, que la amenaza.
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