
Quizá algún día nuestros hijos tengan la curiosidad de preguntarnos sobre el mundo de ayer y compararlo con el que estamos fabricando para su padecimiento. Buceando un poco en el contraste, puede que nos acaben reprochando en qué momento decidimos colectivamente mudarnos de la vida real hacia un lugar todavía más inhóspito como el de las redes. Cuándo sustituimos los vínculos sociales por este sucedáneo acre en el que les dejamos solos. Qué extraño proceso nos llevó patear el valor del conocimiento y la educación para acomodarnos en el terreno de la posverdad y el irracionalismo. Cómo dejamos abierta la puerta al proceso de aculturación que vivimos, sustituyendo la transmisión y el aprendizaje por el milagro de la recepción por infusión de megabytes de información que no sabemos filtrar, que no comprendemos ni interiorizamos. Y dónde dejamos atrás la confianza en el ser humano y en el espíritu crítico para entregar la toma decisiones al algoritmo o a los más brutales de entre nosotros. Si el resultado de este despojo al que nos hemos sometido al menos les deparase una vida de agradable, frívola e ignorante felicidad, casi lo daríamos por bueno. Pero me temo que no es precisamente dicha lo que sienten y menos aún sensación de control sobre sus destinos, inversamente proporcional al poder de la tecnología sobre nuestras vidas. La secuencia natural los llevaría, acto seguido, a ponerse en pie y protagonizar una quiebra generacional contra la traición (no planificada, diríamos como atenuante) de sus mayores, en búsqueda de un orden de las cosas más justo y humano. Pero probablemente les falten los útiles para organizarse, les cuesta enormemente encontrarlos y a menudo no pueden traducir su inquietud en algo distinto de un emoticono.
Encuestas de opinión y estudios sociológicos nos expresan que la forma de expresión del descontento de una parte creciente la población juvenil es, por el contrario, un impulso primario y antiilustrado, que es sustento y a su vez consecuencia del éxito político del nacional-populismo. En lugar de instituciones, procesos deliberativos y proyectos inclusivos, una parte no pequeña prefieren entregarse a ensoñaciones raciales y nacionalistas sin fin y a líderes autoritarios a los que nada sujete, aunque se parezcan en comportamiento y estética a la caterva de supervillanos de sus películas favoritas. Empezando por el líder gerontócrata de la Casa Blanca y sus repeinados secretarios, que parecen sacados de American Psycho. Aunque con postulados así vayan contra sus propios intereses, ya saben, nada de igualdad, nada de inclusión y justicia social, nada de límites, basta de protección del medioambiente y regulaciones, y ¿qué es eso de la privacidad? Y, ahora que además de birlarles la idea de progreso les hemos privado de herramientas de análisis, no es de extrañar que otorguen más confianza a Jordi Wild que a su desmoralizado y mal pagado profesor; que afirmen con Alice Wiedel sin despeinarse que Hitler era comunista; o que el modelo social de este tiempo sea el narco con pistola de oro y brillantes acompañado de una femme-trophée. Habrá que advertirles que, si siguen alentando la involución, ni ese ni el del pobre X AE A-12 es el porvenir que les espera, sino probablemente el de esbirro entrenando rutinariamente un software o realizando una tarea de baja cualificación, que al final van a ser las únicas donde la inteligencia artificial no nos sustituya. Habrá que recordarles que la estética ciberpunk y la arrogancia desafiante del nuevo poder tecnofeudal es un cebo para la grosera manipulación (además de una macarrada) y la atracción que les despierta se parece mucho a la fascinación que arrastró a las sociedades de entreguerras al desastre, también deslumbradas. A veces buscar nuevas sensaciones y estimulantes en política no lleva precisamente al paraíso sino a un mal viaje.
Pero si cultivamos una cohorte reaccionaria es, probablemente, porque en la caja de pandora que hemos abierto, esta vez ni siquiera está el soplo de la esperanza dejado por Hefesto. La población joven tiene legítimas razones para la desafección. La precariedad y el desempleo siguen siendo un problema en muchos países económicamente avanzados. El acceso a la vivienda se ha convertido en un odisea que consume una enormidad de recursos e impide consolidar vidas independientes, y cuando se actúa no se ponen más que paños calientes. La falta de expectativas, la sensación de desamparo y de impotencia para buscar alternativas desanima a cualquiera. Y la volatilización de espacios de encuentro y socialización para sustituirlos por la trampa de las redes les desarma. Falta una respuesta social y políticas públicas que prioricen a la población juvenil, aunque ésta no sea decisiva entre el electorado o sea políticamente inconsistente y abstencionista. Y sobre todo falta que, de tanto llamarse bro, se lo acaben creyendo, recuperen la capacidad de hacer cosas en común y el poder de sumar esfuerzos, no para una partida on-line al Call of Duty, sino en causas que merezcan la pena, empezando por la de su propio futuro.
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