Límites

Diego Valiño
Diego Valiño REDACCIÓN

OPINIÓN

La actriz Karla Sofía Gascón.
La actriz Karla Sofía Gascón.

07 feb 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Reconozco que no sabía quién era Karla Sofía Gascón hasta que, en enero, ganó varios premios cinematográficos. Parecía que había iniciado una imparable carrera al éxito (está nominada a mejor actriz en los Oscar por su papel en «Emilia Pérez»), pero este fin de semana no estará en Granada para recoger, si es que resulta vencedora, el Goya a la mejor película europea. Parecía que su carrera no tenía frenos hasta que se empezaron a conocer unos inaceptables tweets (principalmente racistas) publicados en 2020.

Si bien ha pedido públicamente disculpas «a todos aquellos que se hayan sentido mal por mi forma de expresarme en cualquier etapa de mi vida», es evidente que su imagen ha quedado empañada, hasta tal punto que la productora de la película y Netflix la han apartado de todos los actos promocionales para salvar los otros doce premios a los que aspira conseguir el largometraje (nunca antes una producción extranjera tuvo tantas nominaciones). Hay opiniones dispares: algunos consideran que esto es un nuevo caso de la llamada «cultura de la cancelación» (creen que se debe juzgar su papel como actriz independientemente de sus reflexiones, por muy desafortunadas que sean), mientras que otros piensan que hay límites que no se deben sobrepasar, especialmente si provienen de alguien que intenta abanderar una causa social, como es el caso de su defensa de los derechos de las personas transexuales.

Al margen de que puedan existir miles de ejemplos similares en otros ámbitos sin que se penalicen estos comportamientos, creo que tiene su lógica que este tipo de actitudes conlleven un fuerte rechazo, porque normalizar comentarios de esa índole sin consecuencias no nos sitúa en un mundo mejor. Hace ya un par de años, Coca Cola lanzó un anuncio publicitario muy divertido dedicado a quienes nacimos en los años ochenta. En la primera escena, un niño le gritaba al primer protagonista: «¡Señor, ¿me puede pasar el balón?». A partir de ahí, aparecían otros tres amigos suyos que narraban lo que era vivir aquellos años, como por ejemplo pasar un día entero en el coche para llegar a Alicante/Alacant o disponer únicamente de dos cadenas de televisión. Todas las personas que nacimos en esa década ya hemos llegado a los 35 años y, aunque no sea comparable a cuando cumples los 18 y alcanzas la mayoría de edad, sí se puede decir que a partir de ahí pasas a otra fase de tu trayectoria vital, donde te será más difícil cumplir los requisitos contemplados en muchas convocatorias, bonificaciones y ayudas destinadas a las personas jóvenes.

Últimamente, he leído algunas reflexiones que consideran un error incrementar el corte de edad hasta los cuarenta, ya que la eterna juventud puede ser contraproducente, especialmente en la lucha contra la precariedad. Yo, por mi parte, estoy acostumbrado a acudir a eventos en los que asisten personas mayores que yo y no es poca la gente que me ve todavía joven (se agradece ese cariño, pero ya sería más bien un «viejoven»). No es que quiera ser catastrofista, pero si la esperanza de vida masculina en España sobrepasa por poco los ochenta años, yo ya estoy a punto de agotar el cincuenta por ciento de mi recorrido por este mundo. Creo que falta por definir los límites.

Sería deseable establecer una horquilla de años entre la juventud y la vejez en la que nadie se sienta ni incómodo ni en un extremo u otro. Un capítulo aparte sería hablar de cómo los cánones de belleza que nos imponen a través de la publicidad llegan a tal extremo que forman una presión social sobre los efectos físicos del paso del tiempo, lo que incita a gastar en cirugías estéticas para «rejuvenecer» los defectos que los años han dejado en nuestros cuerpos. Como bien dijo Abraham Lincoln: «Al final, lo que importa no son los años de vida, sino la vida de los años».