
La hegemonía norteamericana mantuvo durante el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial una cara amable con relación a Europa. Aportó ayuda económica, garantizaba un escudo protector frente a la URSS y, a cambio, exigía una fidelidad que se imponía con diplomacia e incluso permitía desahogos nacionalistas como los del gaullismo francés. Era más dura en Latinoamérica, Asia y África, pero Estados Unidos, aunque no es inapropiado definir su política como imperialista, rechazó el viejo colonialismo europeo y prefirió mantener a países independientes como subordinados, vinculados por alianzas y tratados bilaterales, con bases militares y sistemas de ayuda a sus ejércitos y fuerzas policiales, o al desarrollo, que favorecían la corrupción de las élites y los negocios de sus empresas. Solo si veía su hegemonía en riesgo recurría a las acciones encubiertas o, en caso extremo, a la intervención militar directa, siempre presentada como apoyo a una facción defensora de los principios del mundo libre frente al comunismo. Incluso entonces, huía del matonismo y aparentaba respetar la independencia de los estados.
Era un imperio benévolo, prestigiado por haber contribuido de forma decisiva a liberar al mundo del fascismo y protegerlo después de la tiranía estalinista. Es cierto que la guerra de Vietnam deterioró bastante su imagen, pero la URSS se encargaba de demostrar en Hungría, Checoslovaquia, Polonia, Afganistán y el muro de Berlín que su manto protector era todavía más antipático. Tras el fin de la guerra fría pareció que Europa cobraría independencia y aumentaría su peso en el mundo, pero la lucha contra el terrorismo islamista volvió a poner de manifiesto el poderío militar de Estados Unidos y que estaba dispuesto a utilizarlo, sin respetar convención alguna, cuando lo considerase necesario. La invasión de Irak mostró que la subordinación de los aliados se mantenía y el ataque de Rusia a Ucrania reforzó a la OTAN y la idea de que la protección norteamericana seguía siendo necesaria. En cualquier caso, Clinton, los Bush, Obama y Biden, aunque actuasen como los dueños del mundo, cada uno con sus características, siguieron respetando las formas. Con Donald Trump el imperio ha entrado en una nueva fase.
La creciente fuerza económica y militar de China, el nuevo imperialismo ruso y la propia Unión Europea, a pesar de sus debilidades, ponen en cuestión la hegemonía norteamericana. En cierto modo, el ascenso de Trump puede considerarse como una reacción ante una situación de relativa debilidad, de ahí que el nuevo emperador haya sustituido la cortesía por el matonismo. Sin duda, su personalidad también determina cómo se comporta. Otro presidente podría defender los intereses del país de manera muy distinta. Tampoco es discutible que forma parte de un fenómeno mundial: la reacción primaria de un sector de la sociedad contra las políticas sociales progresistas.
Si algo han demostrado estos primeros días de mandato es que Trump será implacable con los débiles, pero es lo suficientemente listo como para no cometer errores que produzcan daños irreparables a sus intereses. Sea debido a la intervención de consejeros más sensatos o a que solo pretendía amedrentar a los países vecinos, la rápida retirada de los aranceles anunciados sobre las importaciones de México y Canadá es significativa. La brutalidad de las deportaciones de emigrantes y la supresión de las ayudas a los países pobres son la otra cara de la moneda, la prueba de que carece de principios morales y que su prioridad es el beneficio material.
Pueden establecerse muchos paralelismos entre Trump y el nazismo, es autoritario y sectario; le traen al fresco la dignidad y los derechos de las personas, las leyes en el interior y los tratados internacionales en el exterior; es expansionista, incluso anuncia la creación de un inmenso campo de concentración en Guantánamo, es racista y machista y, como todos los lideres fascistas, tiene querencia por la autarquía. Afortunadamente, carece de ideología, más que a Hitler recuerda a Mussolini que, como él, era sobre todo un nacionalista y un ególatra, pero con principios políticos tan sólidos como los de Groucho Marx. Tampoco posee un partido militarizado y fanático como los de los líderes de entreguerras. A pesar de las coincidencias, Trump es otra cosa, un populista reaccionario del siglo XXI, de la época de las redes sociales y el pensamiento plano. El él no hay idealismo, ni siquiera criminal como el nazi.
Sus contradicciones están causando una gran paradoja. En España, como en el resto del mundo, lo ven con simpatía tanto los fanáticos nacionalistas como los sedicentes liberales, pero unos y otros están estos días calladamente desconcertados. ¿Qué harán Ayuso y Abascal, y sus sindicatos agrarios afines, si su ídolo castiga a la patria con aranceles? Las aceitunas, el jamón, el vino, la esencia de España por los suelos. ¿Qué dirán los que se dicen liberales? Aguirre, Ayuso, Jiménez, que tanto se indignaron con González Pons por haber escrito lo que cualquier persona sensata piensa, estarán desolados al ver que Trump hasta puede ser un comunista encubierto, como asevera Alice Weidel, la líder de AfD, de Hitler. Supongo que el desconcierto se extenderá a los izquierdistas de salón que achacan todos los males a la globalización ¡Trump va a devolver el proteccionismo al mundo! Al final, va a ser peronista…
Es difícil saber si el nuevo emperador utilizará los aranceles fundamentalmente como amenaza, como parece indicar lo sucedido con México y Canadá, o si realmente dará un fuerte giro proteccionista a la política económica norteamericana. Con China la guerra comercial parece que va en serio. Vistas las reacciones que provocó su anuncio en los medios conservadores de Estados Unidos y en las bolsas, me inclino a pensar que es más fácil que sean baladronadas que no llegarán al extremo, o que se limitarán a algunos países o a productos determinados, aunque no por ello dejen de ser dañinas. Lo que está claro es que el imperio ha perdido la buena educación y sustituido la diplomacia por la intimidación desconsiderada, por el matonismo, a ver si los antiguos aliados saben hacerle frente con cierta dignidad, por ahora, lo ha hecho China.
No es fácil que vayan muy lejos las amenazas expansionistas, invadir Panamá tendría un coste muy alto, más bien parece que quiere conseguir ventajas con la presión y que el débil Estado panameño cederá. Algo parecido sucederá con Groenlandia. La paz que pueda traer a Palestina o a Ucrania, si llega, no será justa. Puede pensarse que es preferible una derrota a una guerra inacabable, pero los palestinos llevan casi ochenta años siendo derrotados, no es fácil que la acepten como definitiva. La victoria de Putin en Ucrania tendría también muchas consecuencias negativas. Eso sí, una reconciliación de los Estados Unidos de Trump y la Rusia de Putin acabará de desconcertar a los pseudoizquierdistas, anclados en la guerra fría, que todavía la veían como un bastión contra el imperialismo americano.
Quienes sufrirán con seguridad serán los pobres, los estadounidenses y, sobre todo, los inmigrantes que ya viven allí o desean llegar al país. También los que, en todo el mundo, se quedarán sin ayudas médicas o alimenticias. La nueva oligarquía de multimillonarios que controla el imperio ni siquiera es caritativa. Puede que sea el momento de que la sociedad comience a reaccionar, como ya sucede en Canadá. Lo primero que debería caer es la venta de vehículos de Tesla y la participación en la red X, pero pocos alimentos saludables o de calidad llegan desde Estados Unidos y aunque lo sean, como las nueces, ayudaríamos a los agricultores europeos si abandonásemos las de California. Lo mismo puede hacerse con los productos industriales, Europa y China dan para mucho. Tampoco hay ninguna necesidad de hacer turismo en Estados Unidos, el mundo es muy grande y hermoso, empezando por Europa.
«Se acabó occidente, vuelve el western», rezaba estos días una viñeta de El Roto, en la que se veía a un jinete pelirrojo con un Winchester y un revólver. Sí, pero el sheriff no es Gary Cooper, tampoco James Stewart, ni siquiera John Wayne, sino Liberty Valance. Quizá lo único bueno que pueda dejar un mal emperador es el final del imperio, que Europa sea capaz de unirse más, de impulsar su economía, fortalecer sus democracias y jugar el papel que le corresponde en el mundo. El enemigo está dentro, pero no es invencible.
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