
No hay deportación masiva sin redadas de envergadura y así ha comenzado a funcionar la actuación policial en Estados Unidos, como hemos visto desde el 20 de enero en San Antonio, Austin, Laredo (Texas), Nueva York, Denver o Miami. El alborozo de los militantes del MAGA se parece mucho al de algunos parisinos que jaleaban la rafle que llevó, en julio de 1942, a miles de judíos al Velódromo de Invierno. Para los colaboracionistas, la deportación masiva también era cuestión de política migratoria, pues un buen número judíos provenían de los movimientos migratorios de entreguerras, o eran apátridas con pasaporte Nansen (el título de viaje temporal de los refugiados, expedido bajo el auspicio de la Sociedad de Naciones), o irregulares a los que consideraban peligrosos, o, cuando menos, no eran, para ellos, «verdaderos franceses». Lo que les pasase después y su destino incierto, les traía sin cuidado, lo importante era desembarazarse de ellos. La misma actitud se maneja ahora, con el añadido de la criminalización abierta del fenómeno migratorio, para todo el que lo protagonice sin ser un potentado. Un estigma que afectará a cualquier trabajador que mude de país de residencia (lo haga regular o irregularmente) y que amenaza con hacerse universal.
Como nos enseña la historia, tampoco hay una operación de movimiento de personas a gran escala sin ejercicio de la fuerza bruta. En este caso no falta la utilización de aviones militares, lo que motivó la protesta del Presidente colombiano, Gustavo Petro, aunque su queja se haya quedado sólo en una protesta diplomática. En el formidable despliegue que desarrollan las autoridades federales, el derecho a un procedimiento administrativo, a alegar contra la expulsión, a recurrirla judicialmente, y a ser tratado con dignidad, se ha evaporado en cuestión de días. El Estado de Derecho, que para los nacional-populistas es una monserga, ha desaparecido de Estados Unidos, y si eso sucede en lo que atañe al control las actuaciones ejecutivas del Presidente Trump (con sus causas penales archivadas y los investigadores que osaron inquirir despedidos), qué no sucederá cuando se trata de los derechos de las personas objeto de una expulsión y en condición vulnerable. Son tratados, bajo los auspicios de un Presidente con antecedentes penales, como delincuentes de la peor especie, aún en los casos en que no han cometido delito. De hecho, los conducen a la deportación, como relatan los testimonios recientes, sujetos por grilletes en pies, manos y abdomen. El desprecio a que el poder ejecutivo se vincule por normas que contengan ciertas garantías se acompaña de la reivindicación abierta de esa nueva forma de ejercer el poder. Y esa desvergüenza ha sido parte de su éxito, que otros gobernantes en todo el mundo aspiran a emular. Bruno Retailleau, Ministro del Interior en Francia, ya preconizó que el Estado de Derecho «ni es intangible ni sagrado» y se sentirá seguramente reivindicado por la audacia trumpiana que materializa sus deseos. En el caso de la derecha nacional-populista europea, ya planifican cómo replicar el modelo, incluso Alternativa por Alemania ha organizado sesiones de trabajo sobre cómo llevar a la práctica su programa de «reemigración» masiva. Know-how en nuestro continente también hay, pues nuestro pasado es fecundo en el desplazamiento forzoso de colectividades enteras.
No hay movimiento forzado de masas, tampoco, sin campos de concentración y Trump ya se ha puesto manos a la obra, ordenando que la colonial base militar de Guantánamo acoja un centro de detención para 30.000 personas. Si no va a poder expulsarlas a terceros países, o como ha dicho, desea custodiar en la base a aquellos tan malvados que ni siquiera quiere confiar a terceros, el destino de los que allí envíe podemos imaginar cuál será. Mantener un centro de detención al margen de cualquier control judicial, en el limbo y el aislamiento, y en condiciones extremas, es importar a la guerra contra la inmigración las mismas técnicas despiadadas que en la guerra contra el terror, y además hacerlo en masa. Todo pasa por deshumanizar, justificar la tortura y los tratos crueles inhumanos y degradantes (que en Guantánamo alcanzaron un grado superlativo encubiertos bajo el «interrogatorio reforzado»), despojar de cualquier derecho procesal a los internos y hacerlo todo bajo la bandera de la seguridad nacional, que justifica cualquier cosa. Máxime en situación de emergencia declarada, con vocación de permanencia, que es la marca indeleble del autoritarismo, donde las medidas excepcionales restrictivas se vuelven cotidianas.
Sin escuchar las palabras de la reverenda Budde, sin compasión alguna (criterio moral que Trump desconoce por completo), se disponen a expulsar así al menos a los 13 millones de indocumentados que, se estima, viven en Estados Unidos. Separando familias y desprotegiendo a menores de edad si es necesario, como ya hizo en su anterior mandato. Denegando radicalmente cualquier posibilidad de regularización aunque algunos lleven años en Estados Unidos trabajando y criando a sus hijos, con más vínculos allí que en el país que otrora fuera su origen. Causando daño a su propio tejido productivo, que necesita esa mano de obra. E impidiendo, por supuesto, que ninguna persona plantee una solicitud de protección internacional. Directamente han optado por cancelar la aplicación utilizada para la solicitud de asilo (que se empleaba por los solicitantes en origen o desde México) pues al Gobierno de Estados Unidos le han dado completamente igual sus obligaciones internacionales, aun siendo su país parte del Protocolo de 1967 a la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados. Por cierto, el componente racista de esta involución, pues sus víctimas son principalmente miembros de la comunidad iberoamericana e hispanohablante, debería hacer que nuestros lazos de solidaridad con los damnificados del extremismo trumpista fuese más fuerte, a menos que su condición irregular también les prive, a nuestros ojos, del acervo cultural que compartimos.
Quién piense que esto no le afecta y que no le puede tocar, ni directa ni indirectamente, se equivoca gravemente. Un poder desmedido y sin ataduras, con un ideario vengativo y cruel, ya sabemos lo que depara. Y le surgen imitadores en los cinco continentes.
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