El trabajo os hará libres

OPINIÓN

El campo de exterminio de Auschwitz.
El campo de exterminio de Auschwitz. Kacper Pempel | REUTERS

01 feb 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

El cartel con esta salutación esperanzadora estaba (y sigue estando) colocado sobre el umbral del acceso a Auschwitz. Qué mejor invitación  a ser redimido por el digno laboreo al incorporarse a ese campo de exterminio que eufemísticamente se llamaba de concentración. Los desgraciados viajeros, detenidos previamente en sus ciudades de origen por la Gestapo, llegaban desde otros presidios de Polonia, Centroeuropa, Rusia y Alemania, desorientados y sobre todo temerosos ante su incierto futuro, pero incapaces de  sospechar que les aguardaba el infierno por el simple pecado de pertenecer a la  etnia judía. Los pocos que desembarcaban de los trenes aún en vida, agradecían  al cielo que el hacinamiento tras un largo viaje lleno de calamidades y sufrimientos no los hubiera convertido en cadáveres malolientes. Se conmemora estos días el ochenta aniversario del descubrimiento de  este horripilante cementerio por las tropas soviéticas. Cuando poco a poco se  adentraron en el recinto, según se iban reponiendo al espanto de descubrir miles  de restos humanos, les costaba creer que sus verdugos hubieran alcanzado semejante grado de barbarie. Sabían que Hitler postulaba la eliminación de todos  aquellos, fueran incluso ancianos, mujeres y niños, que no llevaban en sus venas  sangre aria, sabían que la represión a la que los sometía su inclemente policía estaba resultando implacable y feroz, nunca recordada por la memoria humana,  pero solo podían dar crédito a lo que tenían delante sus ojos porque estaban allí  mismo, frente a pilas y pilas de cadáveres con la cabeza afeitada, la expresión extraviada en el horror o en el preludio de la muerte. Superada la conmoción  ante el pavoroso espectáculo llegaron a pensar que Auschwitz no sería un caso  único, que repartidos por otras localizaciones hallarían sucesivos vestigios de la  crueldad humana. Y desgraciadamente acertaron, aunque casi era tarea  imposible transmitirle al cerebro que la suma constante de cientos de miles terminaría alcanzando la espeluznante cifra de seis millones de víctimas. Estremece esta página de la historia que nunca debió escribirse, se siente  dolor en las entrañas al conocerla con detalle, y más aún, si eso es posible,  asumir que no ha transcurrido el tiempo suficiente para sentirnos ajenos a la generación que perpetró ese acto de brutalidad sin límites. La conmemoración  anual de tan cruel episodio es una reacción emotiva que pretende impedir a la  memoria defenderse mediante el olvido, quien no recuerda no sufre, quien ignora  el pasado se siente menos culpable.  

El campo de Auschwitz no ha cambiado su fisonomía, se ha creado un  museo donde los visitantes homenajean a quienes padecieron las llamas del  infierno y espoleados por el sentido de la justicia se juran que no permitirán que  vuelva a ocurrir. Pero también ha leído uno que la visita no es tan fervorosa por  parte de todos; por lo visto entre los asistentes se infiltran sin demasiado rubor quienes disfrutando unas felices vacaciones deciden aprovechar la  excepcionalidad del paisaje de la muerte aún flotando en el aire para hacer  turismo, un turismo de emociones irrepetibles dirigido por un guía que tal vez les  muestre primero las cámaras de gas donde al cabo de veinte minutos fenecían quienes habían sido arrojados dentro como alimañas; después los barracones  donde con esos cuerpos se lograba fabricar jabón o se almacenaban sus  cabellos o sus dientes de oro; después los hangares o naves o construcciones  infames habilitados para el descanso nocturno de los prisioneros; después los  trenes que los habían transportado en condiciones insoportables hasta para los  animales. Tal vez el guía les apunte finalmente la posibilidad de hacerse un selfi  con idea de que al cabo de unos días, cuando estén cenando con sus amigos  para contarles la experiencia, puedan despertarles envidia por no haber tenido  la suerte de compartir el viaje, en el que al paquete básico se añade a voluntad estancia con spa o jacuzzi. 

No sé si a estos curiosos ciudadanos se les puede calificar de insensibles,  frívolos o despiadados, que cada uno los denomine como quiera. Solo sé que la  imaginación de los negociantes no tardará en convertir a Palestina en un  divertido parque temático; condiciones le sobran: los muertos se cuentan por  miles, y los vivos comparten el castigo del hambre, la miseria, la enfermedad, y  sobre todo el mordisco del miedo, mucho miedo a todas horas. Las playas son  las típicamente mediterráneas y la gastronomía no muy variada, pero con un  poco de suerte algún soldado israelí les permitirá hacerse un selfi junto a él mostrando su fusil, entre sonrisas. Quizá los antepasados de ese soldado hayan  sufrido la cautividad y la desaparición entre las alambradas de Mauthausen o  Treblinka. De ser así, ahora se estaría resarciendo sin demasiados escrúpulos. La segunda etapa de la excursión podría hacerse entre tanques hasta el sur de  Líbano o Alepo, todo depende del presupuesto y del sentido aventurero de quien  se inscriba. 

La vida es bella es una exitosa película de Bengini que interpretó con  humor todo lo que estamos contando. A todo se le puede aplicar el humor,  desdramatizar siempre lo agradece el cerebro, sobre todo cuando el drama es  ajeno. Ya lo había hecho años antes Monty Python con La vida de Brian. Esto  de las irreverencias tiene su aquel y no todos las soportan.