
El cartel con esta salutación esperanzadora estaba (y sigue estando) colocado sobre el umbral del acceso a Auschwitz. Qué mejor invitación a ser redimido por el digno laboreo al incorporarse a ese campo de exterminio que eufemísticamente se llamaba de concentración. Los desgraciados viajeros, detenidos previamente en sus ciudades de origen por la Gestapo, llegaban desde otros presidios de Polonia, Centroeuropa, Rusia y Alemania, desorientados y sobre todo temerosos ante su incierto futuro, pero incapaces de sospechar que les aguardaba el infierno por el simple pecado de pertenecer a la etnia judía. Los pocos que desembarcaban de los trenes aún en vida, agradecían al cielo que el hacinamiento tras un largo viaje lleno de calamidades y sufrimientos no los hubiera convertido en cadáveres malolientes. Se conmemora estos días el ochenta aniversario del descubrimiento de este horripilante cementerio por las tropas soviéticas. Cuando poco a poco se adentraron en el recinto, según se iban reponiendo al espanto de descubrir miles de restos humanos, les costaba creer que sus verdugos hubieran alcanzado semejante grado de barbarie. Sabían que Hitler postulaba la eliminación de todos aquellos, fueran incluso ancianos, mujeres y niños, que no llevaban en sus venas sangre aria, sabían que la represión a la que los sometía su inclemente policía estaba resultando implacable y feroz, nunca recordada por la memoria humana, pero solo podían dar crédito a lo que tenían delante sus ojos porque estaban allí mismo, frente a pilas y pilas de cadáveres con la cabeza afeitada, la expresión extraviada en el horror o en el preludio de la muerte. Superada la conmoción ante el pavoroso espectáculo llegaron a pensar que Auschwitz no sería un caso único, que repartidos por otras localizaciones hallarían sucesivos vestigios de la crueldad humana. Y desgraciadamente acertaron, aunque casi era tarea imposible transmitirle al cerebro que la suma constante de cientos de miles terminaría alcanzando la espeluznante cifra de seis millones de víctimas. Estremece esta página de la historia que nunca debió escribirse, se siente dolor en las entrañas al conocerla con detalle, y más aún, si eso es posible, asumir que no ha transcurrido el tiempo suficiente para sentirnos ajenos a la generación que perpetró ese acto de brutalidad sin límites. La conmemoración anual de tan cruel episodio es una reacción emotiva que pretende impedir a la memoria defenderse mediante el olvido, quien no recuerda no sufre, quien ignora el pasado se siente menos culpable.
El campo de Auschwitz no ha cambiado su fisonomía, se ha creado un museo donde los visitantes homenajean a quienes padecieron las llamas del infierno y espoleados por el sentido de la justicia se juran que no permitirán que vuelva a ocurrir. Pero también ha leído uno que la visita no es tan fervorosa por parte de todos; por lo visto entre los asistentes se infiltran sin demasiado rubor quienes disfrutando unas felices vacaciones deciden aprovechar la excepcionalidad del paisaje de la muerte aún flotando en el aire para hacer turismo, un turismo de emociones irrepetibles dirigido por un guía que tal vez les muestre primero las cámaras de gas donde al cabo de veinte minutos fenecían quienes habían sido arrojados dentro como alimañas; después los barracones donde con esos cuerpos se lograba fabricar jabón o se almacenaban sus cabellos o sus dientes de oro; después los hangares o naves o construcciones infames habilitados para el descanso nocturno de los prisioneros; después los trenes que los habían transportado en condiciones insoportables hasta para los animales. Tal vez el guía les apunte finalmente la posibilidad de hacerse un selfi con idea de que al cabo de unos días, cuando estén cenando con sus amigos para contarles la experiencia, puedan despertarles envidia por no haber tenido la suerte de compartir el viaje, en el que al paquete básico se añade a voluntad estancia con spa o jacuzzi.
No sé si a estos curiosos ciudadanos se les puede calificar de insensibles, frívolos o despiadados, que cada uno los denomine como quiera. Solo sé que la imaginación de los negociantes no tardará en convertir a Palestina en un divertido parque temático; condiciones le sobran: los muertos se cuentan por miles, y los vivos comparten el castigo del hambre, la miseria, la enfermedad, y sobre todo el mordisco del miedo, mucho miedo a todas horas. Las playas son las típicamente mediterráneas y la gastronomía no muy variada, pero con un poco de suerte algún soldado israelí les permitirá hacerse un selfi junto a él mostrando su fusil, entre sonrisas. Quizá los antepasados de ese soldado hayan sufrido la cautividad y la desaparición entre las alambradas de Mauthausen o Treblinka. De ser así, ahora se estaría resarciendo sin demasiados escrúpulos. La segunda etapa de la excursión podría hacerse entre tanques hasta el sur de Líbano o Alepo, todo depende del presupuesto y del sentido aventurero de quien se inscriba.
La vida es bella es una exitosa película de Bengini que interpretó con humor todo lo que estamos contando. A todo se le puede aplicar el humor, desdramatizar siempre lo agradece el cerebro, sobre todo cuando el drama es ajeno. Ya lo había hecho años antes Monty Python con La vida de Brian. Esto de las irreverencias tiene su aquel y no todos las soportan.
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