Nada ni nadie es perfecto y cualquier cosa que la humanidad ha fabricado (por el motivo que sea) es susceptible de aguantar mucho tiempo o de desaparecer sin mayor pena y gloria. Un ejemplo de lo que quiero decir lo encontramos en todas las normativas existentes en un país. En el caso de Estados Unidos, la Constitución sigue siendo la misma desde su creación el 17 de septiembre de 1787 pero, en cambio, los decretos se van modificando en cada legislatura. En una democracia es elemental respetar y aceptar el resultado de las urnas sea cual sea, incluso cuando la mayoría popular haya decidido entregar al poder en manos no deseadas (siempre y cuando se quede demostrada la limpieza del proceso, cosa que quedó en entredicho con la primera victoria de George Bush frente a Al Gore). Es evidente que cuesta trabajo aceptar algunos perfiles políticos como el de Donald Trump, Javier Milei y Giorgia Meloni, pero los tres se presentaron a unas elecciones sin ocultar nunca sus impresentables pretensiones (por lo que la gente que les votó sabían a lo que se exponían). El esfuerzo que supone construir a veces no renta si el que viene después solo pretende aplicar a política de tierra quemada. Las sociedades que más avanzan son, por lo general, también muy reacias a los cambios bruscos, por lo que necesitan mucho tiempo para aceptar nuevos prototipos. Se puede ser muy crítico con Joe Biden, porque las expectativas que se pusieron en él hace cuatro años fueron altas (y más tras el asalto al Capitolio, auspiciado por el propio Trump que no reconoció su victoria [y pese a ello y a una sentencia condenatoria, increíblemente no le ha supuesto ningún castigo]). Viendo los retrocesos que ha firmado ya de manera televisada el pasado lunes el líder republicano (41 órdenes ejecutivas, que van desde declarar la emergencia en la frontera con México hasta la salida del país de la OMS y del Acuerdo de París contra el cambio climático) debemos sacar la lección de que ninguna conquista social será para siempre permanente, por lo que nunca hay que rendirse si no queremos vernos abocados a que haya la más mínima oportunidad de que se vuelva a tiempos pasados que pensábamos que nunca retornarían (aunque estén amparadas por los votos).
En 1985 había 130 empresas bajo el dominio del Estado. Desde ese momento, y con más énfasis en los años en los que José María Aznar gobernó, se tomó la decisión de privatizarlas yendo incluso más allá de lo que la propia Unión Europea impulsaba en favor de la liberalización económica (de hecho, de los 27 miembros es actualmente España quien menor participación tiene en corporaciones empresariales). Ahora se ha hablado mucho de Telefónica por el cambio en la dirección de la compañía (el presidente saliente, José María Álvarez-Pallete, recibirá un finiquito de 35 millones de euros) pero a mi entender el debate debería estar centrado en la importancia de que ciertas empresas estratégicas no pueden estar al albur del mercado por los riesgos que podría conllevar que acabasen en manos no deseadas (en el caso de una empresa de telecomunicaciones se trata de salvaguardar los intereses nacionales y de proteger una infraestructura crítica). El Gobierno, a través de la SEPI, tuvo que intervenir el año pasado comprando el 10% de las acciones de la compañía para evitar que una entidad saudí fuera su principal dueño. He leído críticas muy duras a Pedro Sánchez por este movimiento acusándole de intervencionismo cuando es algo que en Alemania, Francia e Italia también lo han hecho sus gobiernos con el mismo planteamiento. A mi entender debería ampliarse esta protección a otros ámbitos como el de la energía (gas y electricidad) porque son igual de vulnerables que las ‘telecos’, y solo a través de lo público se puede evitar que penetren intereses espurios como está pasando con los grandes magnates o tecnocastas de las redes sociales.
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