En su formidable novela, Tolstoi nos quiere transmitir la idea de que el ser humano, por duras y devastadoras que sean las guerras que lo asolen, siempre es capaz de sobrevivir y sacar lo mejor de sí mismo. Que el mensaje suponga una lección elemental para quienes transitamos la existencia casi vacunados contra todo, no significa que su frecuente recuerdo deje de ser una brújula imprescindible cuando la niebla se espesa.
Esa guerra que inició Napoleón en Rusia para incorporarla a su imperio fue en España un trágico enfrentamiento civil, la peor de las guerras; solo que la paz predicada por Tolstoi como antídoto contra la inhumanidad nosotros apenas llegamos a conocerla. O no quisimos ni queremos conocerla porque somos gente proclive a la desunión y la concordia resulta muy aburrida.
Casualmente he leído hace poco unas declaraciones de ese otro gran escritor que es Antonio Muñoz Molina, acerca de este entusiasmo tan nuestro de convivir con la crispación. Lo curioso es que se trate de una entrevista que le hizo El País, no precisamente ahora, momento en que la polarización está alcanzando unos niveles inaceptables, sino en 2008, nada menos que diecisiete años atrás. Y para conjurar los horrores sugería que el Congreso creara una comisión de historiadores de reconocido prestigio, aceptada por los diferentes partidos políticos, con el fin de redactar una especie de versión oficial de lo sucedido en la guerra civil. Una vez que los archivos vedados se han abierto al público y casi todo se puede saber, esa versión consensuada se puede lograr con verdadera objetividad, entre otras cosas porque quien pretenda imponer su opinión se comportará con prudencia a riesgo de ser acallado inmediatamente por sus compañeros. Él mismo reconoce que al revisar las actas del Congreso de las semanas previas al estallido fratricida de julio, se asombraba ante las manifestaciones de los diputados, casi siempre insensatas, desafiantes y apenas dignas de ser consideradas más que como ejemplos de lo que un político responsable no debe hacer.
Cuando en 2012 la alcaldesa Carmena creó su propia comisión municipal con el fin de materializar los artículos de la ley de memoria histórica en lo referente al cambio de los nombres de unas cuantas calles de Madrid, para dedicarlas a personas no vinculadas a la causa franquista, Trapiello expresaba su gozo ante el hecho de que los debates y polémicas durante las sesiones de deliberación se hubieran producido en el clima de máxima cordialidad, hasta el punto de que las discordancias habían sido anecdóticas. Otra cosa es que más tarde, ante ciertas imposiciones de Carmena, muy difíciles de comprender, esa comisión se disolviera civilizadamente para no participar en el despropósito.
Parece incomprensible que ochenta y seis años después del fin de la guerra se estudien en los colegios versiones diferentes, afectadas por la parcialidad de sus autores o de las entidades escolares, como si el pasado no fuera propiedad común y el derecho a tergiversarlo fuera ilimitado. Muy buena idea sería para nuestro presente y nuestro futuro, creo yo, que alguien retomara la sugerencia de Muñoz Molina y se creara esa comisión de acreditados historiadores para que nuestra juventud crezca lo más aproximadamente informada de lo que ocurrió en su país, en vez de estar expuesta a distorsiones interesadas. Para nuestra juventud y, por supuesto, para los que, aunque desgraciadamente ya no podemos crecer, continuamos intoxicados.
Como referencia en estos días de verbena trumpista, convendría recordar que los norteamericanos aprobaron un informe oficial sobre los atentados del 11 de setiembre y finalmente lo hicieron hasta por unanimidad, superando chillidos de unos y presiones de otros. Un senador llegó a decir que por encima de todo los americanos estaban obligados a sentir respeto hacia su historia. Ya sabemos con qué frivolidad maneja esta gente los conceptos de Dios y de patria, invocándolos como el estribillo marchoso de una canción de Elvis, pero en algunas ocasiones los tratamos sin demasiada comprensión y como penitencia los mandamos al infierno a purgar con el diablo. Y lo hacemos precisamente nosotros, grandes pecadores.
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