Olvidemos la dictadura del general Franco, como si no hubiesen pasado jamás tales actos y se quitasen de en medio del tiempo
OPINIÓN
«Como si no hubiesen pasado jamás tales actos y se quitasen de en medio del tiempo». Así ordenó Fernando VII borrar de la historia los cuatro años, entre 1810 y 1814, en que las Cortes habían legislado y elaborado una Constitución. Como él, las derechas políticas y mediáticas, y sus acólitos intelectuales, quieren condenar al olvido la dictadura del general Franco. Con gusto quitarían también del pasado la Segunda República y la Guerra Civil, pero les pierde la tentación de encontrar en esas etapas armas que arrojar contra las izquierdas, con argumentos, por cierto, muy similares a los utilizados en su momento por la dictadura y sus propagandistas. Su empeño está destinado a tener el mismo éxito que el del déspota decimonónico.
Conviene recordar, de todas formas, que, si Fernando VII no logró hacer efectiva su condena al olvido de la obra de las Cortes, su decreto de Valencia se convertiría en argumentario para la historiografía conservadora, que la consideraba demasiado «democrática», y, por supuesto, para la antiliberal, e incluso sería recuperado en la segunda mitad del siglo XX, precisamente durante la dictadura de Franco, por la escuela del sacerdote Federico Suárez Verdeguer. Los tópicos reaccionarios sobre el parlamento de suplentes elegidos en la ciudad de Cádiz, amedrentado por el griterío de las turbas en las galerías e imitador de la Francia revolucionaria, permanecieron en los libros de texto de secundaria incluso con la democracia, la conmemoración del segundo centenario contribuyó a casi desterrarlos.
Aunque la dictadura franquista tampoco desaparecerá de la historia, su relegación o, lo que es peor, su edulcoración en los currículos de la enseñanza secundaria y la campaña de las derechas para impedir su recuerdo público pueden resultar muy dañinas. Por desgracia, la historia nunca logró ser verdadera maestra de la vida. No solo porque siempre hayan existido poderes, políticos, económicos o religiosos, interesados en que no lo sea, las nuevas generaciones carecen de memoria personal sobre tiempos pasados duros o trágicos y tienden a valorar solo su presente, esa es una de las razones de que su enseñanza sea importante. Siempre hubo en la Alemania posterior a la Segunda Guerra Mundial una minoría nostálgica del nazismo, pero la mayoría de la población tenía muy presente la catástrofe que había vivido, lo terrible es que el nuevo nacionalismo racista y ultraconservador crece sobre todo gracias a los jóvenes. Su candidata a las elecciones puede decir a sus seguidores, sin que estallen en carcajadas, que Hitler era comunista precisamente porque desconocen lo que fue el nazismo. La movilización de una juventud ignorante de su verdadera historia es una característica común a todas las ultraderechas europeas.
Conmemorar no es celebrar. Quienes éramos antifranquistas, celebramos el 20 de noviembre de 1975 la muerte del dictador en la intimidad, no podía ser de otra forma. Cincuenta años después, no se organizará un desfile militar por la Castellana ni habrá castillos de fuegos artificiales, a nadie, tampoco al Gobierno, se le ha ocurrido tal cosa. Vimos entonces por televisión a Juan Carlos I jurar los principios fundamentales del Movimiento y, en diciembre, nos disolvió la policía armada en el Paseo de los Álamos de Oviedo, cuando participábamos en una de las primeras manifestaciones por la amnistía. Nadie pensaba que el régimen franquista hubiese desaparecido con su caudillo, pero todos sabíamos que ya nada sería igual. Llegó enero, «gener de 1976», algo impensable, el masivo concierto de Lluís Llach en Barcelona. Miles de personas cantando a coro «L’estaca», el verdadero himno antifranquista de la transición. Muchos miles más pudimos tener en casa el disco, en el que, junto a las canciones, se escuchaba el grito colectivo de «¡Amnistía, llibertat!» o «¡El poble, unit, jamai serà vençut!». Gritarlo en la calle seguía siendo arriesgado, pero nadie dudaba de que, como nos recordaba Bob Dylan, los tiempos estaban cambiando. En mayo comenzó a publicarse El País, el 30 de julio se decretó la primera amnistía para los delitos políticos y de opinión.
Tres admirados colegas, Josep María Fradera, Xosé Manoel Núñez Seixas y José María Portillo, cuestionaban, en un artículo publicado el pasado día 10 en El País, la oportunidad de la conmemoración y el lema elegido por el Gobierno, «España en libertad. 50 años», engañoso porque la democracia no se recuperaría hasta las elecciones del 15 de junio de 1977 o, con más precisión, la aprobación en referéndum de la Constitución el 6 de diciembre de 1978. Es cierto que España no tuvo un 25 de abril. No hay una fecha precisa que marque el fin de la dictadura, fuimos ganando la libertad paso a paso, en las calles, las fábricas, los barrios, la prensa y las facultades. Si la transición condujo a una verdadera democracia no fue solo por la voluntad del rey o de los reformistas del régimen, el cambio se impulsó desde abajo y se fue abriendo camino desde noviembre de 1975.
Si nos ponemos estrictos a la hora de buscar fechas decisivas, cuando se aprobó la Constitución todos los ayuntamientos y diputaciones provinciales permanecían en manos de franquistas, aunque buena parte de ellos hubiese tapado el yugo y las flechas de sus camisas con insignias de UCD o AP; el ejército, la policía y la judicatura eran los de Franco y tardarían más que las entidades de administración territorial en cambiar. Hasta 1982 no llegó al Gobierno un partido de la oposición al franquismo, fue el primero sin ministros que procediesen del régimen, y, por el medio, el 23 de febrero de 1981 nos había recordado que la democracia estaba por consolidar.
Franco había logrado institucionalizar su régimen político. En 1975 España no estaba gobernada por una junta militar, eso explica en parte cómo se desarrolló la transición, pero su dictadura era esencialmente personal. Lo sabían el entonces llamado príncipe de España y buena parte de las élites franquistas, no solo las políticas, por eso, tras la muerte del dictador, unos pretendieron maquillarlo de democracia con una apertura más o menos limitada y otros eligieron la vía de una transición controlada hacia una democracia liberal. El «búnker», que quería perpetuarlo, aunque hizo daño, quedó pronto relegado. Ahora bien, si Franco hubiera vivido cinco años más, otros tantos se hubiera prolongado la dictadura. Con él vivo, la transición era imposible y, con un ejército y una policía fieles a su caudillo, no cabía esperar un golpe a la portuguesa o a la griega, bien que evitaron que el avispero del Sahara se convirtiese en un conflicto colonial o en algo comparable a la aventura chipriota del régimen de los coroneles. Tampoco era previsible una revolución popular triunfante, algo muy improbable en un Estado contemporáneo con las fuerzas armadas y de orden público disciplinadas y los medios de comunicación controlados.
Salvo que hubiesen sido derrotados en una guerra, lo habitual es que los dictadores del siglo XX murieran en el ejercicio del poder, lo que no los convierte en populares, no es necesariamente ese el principal motivo de su mantenimiento al frente del Estado, ni es un desdoro para la oposición, muchas veces verdaderamente heroica, no haber podido derribarlos. Stalin murió en su dacha y pasaron décadas hasta que el fracaso del sistema y sus divisiones internas precipitaran su caída; en 1974 no se derrocó a Salazar en Portugal, sino a sus epígonos.
En el desquiciado guirigay que provocó la decisión del Gobierno, algún aguerrido opinador combatiente ha llegado a acusar al presidente de necrofilia, los artículos y reportajes de muchos columnistas y periodistas militantes contra el «sanchismo», y los comentarios de políticos de la derecha, se regodean en que hayan sido las complicaciones derivadas de la flebitis las que acabasen con Franco y no una oposición que era mayoritariamente de izquierdas, a los demócratas liberales que se opusieron al franquismo tampoco parecen tenerles mucho cariño, todo hay que decirlo, da la impresión de que prefieren la herencia del ministro de Información y Turismo a la de los participantes en el «contubernio» de Múnich.
Hay algo que se olvida y es que cuando las mujeres y los hombres de este país pudieron votar con libertad lo hicieron mayoritariamente por la oposición a la dictadura. Sí, en las elecciones de 1977 los partidos de la oposición, incluidos nacionalistas y democristianos, obtuvieron el 53,14% de los votos, los estrictamente de izquierdas consiguieron el 46,19%. La UCD el 34,44%, AP el 8,21%, menos que el Partido Comunista, y la Alianza Nacional 18 de Julio el 0,37%. La división de las izquierdas, incluida la de los socialistas, y una ley electoral pensada para favorecer la representación de las provincias menos pobladas, pero más conservadoras, del interior dio la victoria en escaños a UCD, con 165. No había duda de que la mayoría de la población no solo no quería la dictadura, ahí se incluye a los votantes de UCD, sino que tampoco tendría un año y medio antes simpatía por el dictador. En una dictadura hasta se puede ser mayoría sin que eso se refleje en la política oficial. Al final, fue la actuación de sus diputados en las Cortes constituyentes y de la ciudadanía en las calles la que acabaría conduciendo a la aprobación de una Constitución democrática.
Varios políticos del PP y sus manifiestantes de costumbre, permítaseme el neologismo, publicaron el día 8 en El Mundo, que lo llevó a primera página, un escrito contra Pedro Sánchez que, sorprendentemente, titulaban «Contra Franco». En él hacían «un llamamiento a la ciudadanía, y en especial a las fuerzas políticas, a boicotear cuantos aquelarres promuevan en torno a Franco». Francamente, soy el primero que no piensa unirse a ningún «aquelarre», no vaya a ser que el demonio exista de verdad y vuelva reencarnado en el general ferrolano, pero, bromas aparte, es significativo el uso del término; a mí, que como habrán visto ya tengo algunos años, me conduce a los tiempos en que «aquelarres» y «contubernios» se atribuían a los que de verdad estaban contra Franco.
Si comento el manifiesto antisanchista, que también recuerda, como no, «el prolongado fracaso de la oposición para acabar con un dictador decrépito y sanguinario que murió en la cama», es porque me sorprendió especialmente que lo firmasen algunos historiadores, que, al lado de Esperanza Aguirre, no se ruborizaron al suscribir que: «Sus siete años de Gobierno han sido los de la corrupción política e institucional más grave de nuestra democracia». No pretendo sostener que los historiadores no puedan ser antisanchistas, pero si habría que exigirles, como plantea Hannah Arendt, veracidad, si no, nuestra profesión caería en el completo descrédito. Sí, lo suscriben con Esperanza Aguirre, la criadora de ranas, la de Francisco Granados, la de Alberto López Viejo, la de Ignacio González, la de Alfredo Prada. Sí, en el país en el que gobernó el partido del senador y tesorero Luis Bárcenas, el mismo de Esperanza Aguirre, que es el de Eduardo Zaplana, el de Rodrigo Rato, el de Jaume Matas, el de Rafael Blasco, el de Alberto Fabra, el del «Albondiguilla», el de Pablo Crespo, el de Alfonso Rus, aquel inefable contador de billetes, y paro la relación no porque haya terminado, sino porque ya me he extendido demasiado.
Es algo comúnmente aceptado que para los políticos y los columnistas militantes la verdad es muy flexible, pero cualquier persona que conserve un mínimo equilibrio intelectual sabe que es mentira que el Gobierno de Pedro Sánchez sea el más corrupto de la democracia. Incluso si se refiriesen a las decisiones gubernamentales sobre la justicia o a nombramientos en instituciones o empresas públicas, cabría recordarles otros nombres, como Federico Trillo Figueroa o Jorge Fernández Díaz, a los fiscales generales de Mariano Rajoy, al compañero de pupitre del señor Aznar convertido en presidente de Telefónica, a aquel señor Núñez colocado al frente de Correos, o al señor Urdaci en la televisión pública. Es difícil situar a Pedro Sánchez a la cabeza del ranking, se mire por donde se mire.
El medio siglo de la muerte de Franco hubiera sido conmemorado, en cualquier caso, por los historiadores en congresos, cursos, conferencias, exposiciones y publicaciones. Todo eso se hará igualmente y si es con apoyo oficial, mejor, de más medios se dispondrá. Celebrar que la libertad comenzó a abrirse paso con más fuerza en 1975 tampoco está de más. España debe asumir su historia, la desagradable y la más grata, aprovechemos la ocasión para llevarla a los jóvenes y para reflexionar todos con seriedad y los historiadores con el respeto a la veracidad que debe exigirse a nuestra profesión. El primer programa de actos anunciado es interesante, aunque todavía se podrá completar y mejorar, los historiadores llamados a formar parte del comité científico son rigurosos y tienen merecido prestigio. Dentro de dos años se conmemorará el medio centenario de las elecciones del 15 de junio de 1977 y de tres el de la aprobación de la Constitución, nada de eso es incompatible y todo está vinculado, forma parte de nuestra historia, también Franco. Como escribía el lunes Antonio Rivera, en un excelente artículo publicado en El Mundo, es hora de que enfrentemos con naturalidad el pasado sucio, «como si pudiera ser alguna vez solo pasado». Recordemos cómo fue la dictadura, celebremos la libertad.
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