La cuestión es guerrera: mientras unos creen que para disfrutar del arte y de lo bello, de las beldades o hermosuras, hay que estar relajado, muy reposado; otros, por el contrario, que son mayoría, creen que el arte y lo bello, por sí mismos y solos, terminan narcotizando, luego se puede empezar la contemplación con tensión y mucho agotamiento. Al final, ante lo bello, se termina produciendo un estado de duermevela o modorra, lo que explica los errores tan frecuentes que se cometen, pues se confunden beldades con maldades, y con esa confusión algunos o algunas llegan hasta el altar sacramental para decir al testigo o sacerdote: «Sí, quiero», y, naturalmente, después pasa lo que pasa al ver la vedad.
Leí que el catalán Santiago Rusiñol, pintor de jardines, había declarado a voz en grito: «El triunfo de las mayorías no es razonamiento, son empujones». Desde entonces, tal oración gramatical, de trasfondo político y estético, cambió mis convicciones, pues rechacé, como arrancando de cuajo, las mayorías, pasando a la oposición, siempre a lo minoritario. Escrito lo cual y por eso, los agudos lectores y lectoras ya sabrán lo que opino sobre el cansancio o el descanso en el momento contemplativo de ver beldades, sean de Arte mayor (Bellas Artes), de Arte menor (artesanías) o de personas, también las de género epiceno, no sabiendo, si estas últimas son de Arte mayor o menor. Artefactos todos y todas del Arte factus.
Dentro de lo mucho malo, hay una cosa buena: que no se sabe qué es eso de lo bello y que la belleza es inasible y esquiva, casi como una liebre. Hay muchos libros sobre lo bello y muchas conferencias sobre la historia de la belleza, como las organizadas por el Museo del Prado en otoño de 2014 y en primavera de 2015, aunque no salí de dudas, acaso por ser asunto subjetivo o del alma (varias de esas conferencias pueden verse en Youtube). No sé por qué será, el caso es que, me dicen y me parece bien, que muchos entendidos en lo de la Belleza son clérigos y un tipo especial de célibes, ahora muy de modales, con sensibilidad y lagrimeo ante lo artístico (ars) y su técnica (tekhné).
Me viene al recuerdo un escritor francés, de tiempos de Napoleón, Henri Beyle, conocido por el seudónimo de Stendhal, liberal, anticlerical, libertino, luego muy apasionado, furioso, hombre fuego, de fugaz carrera diplomática, habiendo sido cónsul de Francia en Trieste (1830), la ciudad del ventoso «Bora, Bora».
Y lo de Trieste me recuerda la triestinidad o triestinitá, gracias a sus cafés, especialmente Caffé San Marco (1914), lugares de escritura, y a los escritores de allí, Italo Svevo, Umberto Saba y Claudio Magris; al igual que la novela más larga de Clarín, corto de físico, me recuerda al «Oviedín del alma» y a su café El Peñalva en la calle Uría, enfrente del Paseo de los Álamos. La estatua de Joyce junto al Canal Grande de Trieste, me recuerda la de La Regenta junto a la Catedral de Oviedo.
Stendhal, en su Viaje a Italia, publicado en España por Aguilar ediciones, explicó con detalle lo que le ocurrió en Milán el 8 de septiembre de 1811:
-«Mi corazón está rebosante. Anoche y hoy he experimentado sentimientos deliciosos. Estoy a punto de llorar».
-«Cuando entré en el teatro della Scala, un grado más de emoción me hubiera hecho desmayarme y romper en sollozos».
-«El arte de godere (con ge, no con jota), que es el arte de gozar de la vida, me parece aquí dos siglos más adelantado que en Paris».
-Días después, el 12 de septiembre, escribiría desde Milán: «Voy a Brera y, mientras miro los cuadros, procuro razonar, hacerme el alma seca y tomar las cosas alegremente. Después de estos esfuerzos, uno se queda muerto para la gracia».
-Y el 27 de septiembre de 1811 explica cómo llegó a Florencia en Aquellos tiempos, no de aviones, sino de carretas: «El 26, a las cinco de la mañana, llegué a la posta de Florencia, muerto de cansancio, mojado, baqueteado, obligado a sostener la parte delantera del carruaje de posta y durmiendo sentado en una posición molesta. Los horribles traqueteos causados por un camino duro, pero cuidado y lleno de pequeños baches, me habían dejado hecho un guiñapo».
No es extraño que Henri Beyle sufriera un desmayo, aparatoso, como de trastornado, en Florencia y a la vista del templo de la Santa Croce, episodio conocido como el Sindrome de Stendhal. Y ello teniendo en cuenta el temperamento sulfuroso del viajero escritor, sus grandes emociones y pasiones (por supuesto, que las sexuales incluidas), con languideces y suspiros, también por las maravillas colgadas y vistas en la pinacoteca del Palacio de Brera (Milán), cerca del Duomo. Y sin olvidar los padecimientos de largas caminatas en carruajes de postas. En la gran novela stendhaliana que es Rojo y negro, uno de los dramas es cuando a Julien Sorel le cae al suelo un jarrón japonés, rompiéndose en mil pedazos -jarrones chinos, japoneses y algún asturiano son «piezas» de arte menor-.
Y ahora, de ese personaje in-menso o sin medida, saltamos a los turistas de ahora, los más propensos a sufrir el síndrome del escritor francés, que visitan templos de lo bello y de la belleza, viajando a sitios sin haber hecho reposo y terapia de piernas en fisios y de ojos en oculistas; piernas y ojos, esenciales para andar y ver Arte. Y es recomendable que todo se haga con un sistema templado de nervios, sin las calenturas como las de Stendhal, y sin las frialdades fáusticas como las del prusiano Goethe.
En cualquier caso, la templanza de un sistema nervioso requiere que se abstengan de viajar y ver obras de Arte mayor o menor -personas incluidas- quienes padezcan de cualquier tipo de ansiedad, ni ser deprimidos ni maníacos, pues ni con las exquisitas macedonias de frutas o mermeladas de colores, en los buffets de selectos hoteles, se resuelven los problemas de nervios. Y para ver Arte y Monumentos se ha de tener en cuenta que lo inesperado siempre acecha, que es un riesgo grande, allí donde la inspiración artística («Zeia mania») es como la posesión divina. Para los artistas y para los muchos que viven del arte ajeno, los consejos serían otros.
Y que viajar puede ser un arte, ese también puede ser el viaje en compañía de Dorothée Gilbert, bailarina de la Opera nacional de Paris, visitando las costas salvajes y las ciudades cargadas de historia del mar Báltico, del 24 de julio al 3 de agosto de este mismo año. ¿Lo contaré?
Cuando llego a una ciudad busco los periódicos en papel, que alguno queda, sabiendo que lo más importante está en la Red. Claudio Magris, el escritor de Trieste, ciudad de la región italiana y autónoma de «Friuli-Venezia», en un artículo que tituló El vengador de la naturaleza escribió lo siguiente: «Hegel decía que la lectura del periódico había sustituido en el hombre moderno a la oración de la mañana: el individuo, al comenzar su jornada, se pone en contacto con el Espíritu del Mundo leyendo sus gestas en los periódicos y en los cotidianos, en vez de dirigir una plegaria a Dios».
Eso sería así en los lejanos tiempos de Hegel, siglos atrás, donde los periódicos se vociferaban, no como ahora que se esconden en los quioscos entre «chuches» e insignias. Y ello por plurales razones, desde lo de internet a la mutación dañina, con descrédito, a partir de los años noventa del siglo pasado, que consistió, como explicó Jaime Salinas al periodista Juan Cruz, «que los periódicos que estaban para informar, pasaron a estar, sobre todo, para ganar dinero»; dinero para los editores, como bien saben los directores de prensa de entonces. Favores, favores, de ida y vuelta.
Siempre leo por la mañana el periódico por si me encuentro lo que cuenta Rafael Argullol en Danza humana (Acantilado 2023): «En la otra cara del trozo de periódico vietnamita estaba escrito: ¡Sarah, mientras me sigas queriendo, no moriré!».
Me llamó la atención que el Corriere della Sera costase un euro, cincuenta (1,50) y que La Repubblica un euro setenta (1,70). Más me llamó la atención su interesante contenido, con las precisas fotografías y artículos más de profesionales que de vecinos y demás aficionados. Y mientras el ser humano tenga necesidad de honores, de reconocimientos, de verse fotografiado, de alimento de vanidades, la prensa, buena o mala, subsistirá. Es natural.
A modo de epílogo señalo que en la página 15 de Corriere Sera del martes 14 de enero de 2025, hay un artículo firmado por Paolo Valentino, periodista y licenciado en Ciencia Política, que titula: Úrsula y la enfermedad, y subtitula: La reticencia acerca de la recuperación de von der Leyen, que comienza así: «Desde el inicio del año, cuando uno de sus portavoces anunció que había cancelado todos sus compromisos durante dos semanas por causa de la pulmonía, la salud de Ursula von der Leyen es el secreto mejor guardado de Bruselas».
Lo de la Úrsula me sorprendió recordando su aparición en Brasil el pasado 6 de diciembre por la conclusión ese día del discutido Tratado de Mercosur, una aparición muy protestada por Francia, estando justificada su ausencia al día siguiente en la reinauguración de la Catedral de Notre Dame. Ahora, gracias a Paolo Valentino, de la ausencia, parece que tuvieron la culpa los pulmones de Von der Leyen. Un diario madrileño, fechado el pasado jueves (16 de enero), informa de los últimos avatares pulmonares de Úrsula, detestada por Macron.
El artículo es muy interesante pues se refiere al libro (2008) del americano David Owen Sickness and Power: Illness in Heads of Government during Last 100 Years, que analiza el caso de políticos con grandes responsabilidades, que tuvieron que tomar decisiones estando muy enfermos. Trata el libro del americano del ligamen entre la política y la medicina, sosteniendo que ciertas decisiones de los gobernantes son consecuencia de las patologías padecidas. Lo de Von der Leyen es una anécdota, no una categoría.
De lo importante, sobre Los poderosos y la enfermedad (I potente e la malattia), de los enfermos y locos que nos gobiernan, tratará el próximo artículo.
En el día de hoy, 19 de enero, se celebra la Fiesta de la Epifanía, que es una Festividad de la Iglesia serbo-ortodossa, con una preciosa ceremonia en su Iglesia de San Spyridon (Trieste), con mucho incienso esparcido por barbudos popes.
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