Después de todo, queda la consolación

Ángel Aznárez
Ángel Aznárez REDACCIÓN

OPINIÓN

Antonio Trevín
Antonio Trevín Pablo Batalla Cueto

12 ene 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Los dos artículos anteriores, con un título acaso más para distraer que orientar, son reflexiones sobre la vida y muerte con pretexto de lo testamentario tan bien conocido. El primero comenzó con lo aparentemente contradictorio: «vida» en oposición a «muerte», que son las dos caras, diferentes, de una singular moneda. La segunda parte se inició con la larga cita de Francisco Mora: «La vida tiene un anclaje genético tan poderoso que impide, casi siempre, abandonarla». Una vida que claudica ante lo otro, contra lo que lucha, que es «la muerte».

Entre tanto pensador francés, pedante y de bisutería, es normal que, de vez en cuando, brillen joyas de valor y de peso, muy aquilatado. Uno de ellos se llamó André Brincourt, editorialista literario de «Le Figaro», que, a finales de los años noventa del siglo pasado, vísperas del tercer milenio, escribió un libro titulado «Secrètes araignées» o «secretos de arañas tejiendo la tela», como los denominaba el poeta Paul Valéry, quedando atrapadas las verdades, como las arañas atrapan las moscas, encerrándolas en su tela.

En la página 44, edición de Grasset, escribe Brincourt la siguiente verdad: «El hombre es el único ser vivo que sabe que va a morir. Por eso, desearía disponer de un «visa» para el más allá. ¿Y cuál es el mayor escándalo, si saberse mortal o querer negarlo? La lucha del hombre contra la muerte hace de éste un ser excepcional, de grandeza y de irracionalidad. Y en la razón que le impulsa a negarse a morir, está el invento de su locura».

Es muy interesante lo del principio de la cita: hombre y/o mujer, únicos seres vivos, conscientes de su finitud o con la sabiduría de que morirán. Eso les erige en luchadores contra la muerte, siempre ganadora por no poder serlo de otra manera. Y es que la consciencia que permite al hombre y a la mujer saber, les permite conocer la verdad insoportable: todo tiene su fin y el saber excluye el misterio, que es explicación de lo inexplicable. Y es natural que tantos cuentos se levanten sobre la muerte misma y sobre todo sobre el Más Allá, que pudiera —no lo sé— inexistir. Muchos lúcidos gritarán la experiencia: «¡Majaderos, antes de nacer estábamos muertos, luego ya conocemos qué es la muerte!».

Cuando escribí la segunda parte, entre diciembre de 2024 y enero de 2025, recordé al político Antonio Trevín, pues recordé a Llanes, sin nombrarla (una villa litoral asturiana —escribí), ciudad o villa de la que fue Alcalde y persona enterada en lo de la emigración asturiana a América. Asunto muy importante que destaqué en esa segunda parte, entre los recuerdos a muertos queridos (Luis y Jaime) y a vivos también queridos, que sin duda se habrán sorprendido (Fito y Victoria), pues la memoria es muy arbitraria y aparece cuando menos se la espera; y empleados todos que fueron en su día de un notario singular.

Y resultó que en la misma mañana del domingo 5 de enero de 2025, en la que se publicó la segunda parte aquí, en La Voz de Asturias, fue, allí, en La Nueva España, en la página 22, donde se publicó una entrevista al político Trevín con el siguiente llamativo subtítulo, redundantemente personal: «Ahora sé que mi agenda personal me la marca la quimioterapia». Y un subtítulo interesante, que hace pública una enfermedad que puede ser mortal. ¡Se verá, pues de nada hay certeza, ni en el cuerpo ni en el alma del hombre o mujer! Y de lo que unos ya sabían, se enteraron casi todos.

Y quien eso anunció es un personaje respetado, que tuvo una profesión, la política, que se la quiere «para la eternidad», pues se dice que «pasar a la Historia, es lo que desea el político», y que, por eso mismo, por la demasía en la pretensión, es profesión de seguro fracaso. Y pregunto: ¿Al final, algún político triunfa? «En vida pocos, después de muertos más», se suele responder, incluidos De Gaulle y Churchill: el primero hubo de abandonar el Poder, aunque murió escribiendo sus Memorias, las del Poder, y las escribió el mismo, no otros sinvergüenzas. A Churchill la idea de muerte le cortejó permanentemente, incluso pintando en los palmerales de Marrakech. Y ambos, De Gaulle y Churchill, tan gigantes, fueron escritores, también mi admirado Trevín escribe, siendo curiosamente la escritura otra manera muy frecuente de pretender o buscar la inmortalidad, también, por lo mismo, de seguro fracaso. Pudiera ser que Política y la Escritura sean dos locuras inventadas «para la inmortalidad», como escribiera el fallecido Brincourt.

Una entrevista a Trevín sobre la muerte y la vida, o sobre la vida y la muerte, en la que se destaca ese anclaje tan poderoso que es la vida —la esperanza de vida—, y que lo que sabemos es como si lo ignorásemos. Dice Trevín: «Todos sabemos que estamos aquí un tiempo finito, que esto se acaba, pero esto es un aldabonazo más de aviso, y lógicamente te hace reflexionar y ver la vida con otra perspectiva». O sea, lo dicho: lo que sabemos es como si lo ignorásemos.

El apagar la vida y encender la muerte, de voluntariedad siempre excepcional, puede tener diferentes causas, siendo llamativa la causa que llamamos cáncer, que se hace muy abundante en la vejez y más escasa en la juventud. Es el mismo André Brincourt el que lo explica en la página 45 de su libro, en el contexto de la vida y de la muerte: «El orden quiere que las células mueran para asegurar la vida de un organismo. Si las células no mueren es la anarquía. A esto lo llamamos CÁNCER». Las células que por exceso de vida se niegan a morir, matan a las otras, las sanas, que en su momento quieren morir y morirán; todo se trastoca con resultado de anarquía: la vida, que quiere ser eterna, mata, y la muerte que no se eterniza, salva. De eso, tan contradictorio, se trata: de un morir por un exceso de vida, estando la vejez ya cansada de ese luchar, lucha que es más de jóvenes que de viejos. La juventud resiste y la vejez claudica. Y eso lo dice la oncóloga de Trevín, y él lo repite: «Lo que hay es muchos más enfermos de cáncer que viven mucho más tiempo».

Trevín, en su valiente empeño, ahora sabemos que también fue un político valiente —hubiese sido muy difícil ser un político cobarde en Llanes— no sólo explica su cáncer, el de páncreas, llegando a denominarlo: el asesino invisible. Y aquí surge un concepto, al comienzo de la Filosofía y luego de la Religión y de la Psicología, que es la CONSOLACIÓN. Parece que vuelve con fuerza la moda del estoicismo romano, con eso tan interesante de que la vida sería menos dolorosa si aprendiéramos a renunciar a la vanidad de los deseos humanos. ¡Já y já y qué bonito lo de Epicteto!

En un tiempo se consideró a la Consolación como una prerrogativa de la filosofía, luego, y ahora también, reservada a gurús de lo religioso y de lo psicológico. Y los gurús de la filosofía salieron huyendo ante el poderío de los otros dos. (A): Ciertas ceremonias religiosas de consolación tienen de todo, hasta de arte. ¡Cómo consuela creer en el Más Allá y en la Resurrección de la Carne, con músicas de órgano, instrumento sagrado según se rezó en París! (B): Ver filas de psicólogos y de psicólogas señalados por el Estado para consolar a víctimas de graves catástrofes o accidentes catastróficos es una prueba más, muy importante de que el Estado del Bienestar existe, y ello, aunque la Salud Mental en la Seguridad Social “esté por los suelos”.

En los tiempos recientes, tiempos de angustias y de confusiones, es normal que se haya producido desde la filosofía práctica un retorno al estudio de la Consolación, que puede ir de un simple gesto a todo un ceremonial complicado, y teniendo cabida en ella, tanto las dolorosas tristezas ordinarias o cotidianas como los llamados «duelos de excepción». La consolación, como práctica filosofía por el prestigio del saber verdadero, fue terapia frente al dolor, las pérdidas y las angustias, y fue muy practicada en el mundo antiguo y en el moderno, Platón, Boecio, Séneca, Kant, Hegel, Heidegger, siendo luego abandonada a la Religión y a la Psicología, privilegiándose las razones fantásticas de Dios o el cerebro a las verdaderas de las ciencias.

Quizás el intento contemporáneo más serio para utilizar la consolación como práctica contemporánea de consuelo, se deba al filósofo francés Michaël Foessel, el cual, en su libro publicado por Seuil en 2015, bajo el título «El tiempo de la consolación», pretendió Foessel una nueva formulación teórica para la consolación en busca de una terapia o curación, volviendo al saber y a la verdad, fuera de la religión y psicología; y revolviendo la evaluación de una sabia tradición de filosofía práctica o moral.

Otro libro, aunque muy diferente, es el escrito por Michael Ignatieff, ensayista y académico canadiense, gran colaborador y biógrafo del pensador británico Isaiah Berlin, publicado en 2021 bajo el título «On Consolation», y en España en 2023, bajo el título «En busca de consuelo». El libro se parecería a esos que se llaman de autoayuda, separándose de ellos por la sabiduría universitaria del autor sobre importantes personajes, filósofos, escritores, artistas y músicos que «fueron capaces de recobrar la esperanza tras momentos de desamparo o recuperar el coraje, la fortaleza y la fuerza de voluntad necesarias para recuperar el tono vital».

En la contraportada del libro, acaso con exceso publicitario, se anuncia «un libro luminoso y reconfortante sobre cómo los grandes filósofos y artistas recuperaron las ganas de vivir tras afrontar grandes crisis». Es en la Introducción, donde el autor dice: «Consolar viene del latín consolor, que es encontrar alivio juntos. Y aquí ya surge una característica de la consolación, que no es fenómeno singular, individual, sino plural que al menos exige dos personas intervinientes, el consolador y el consolado. «La consola» es otra cosa, un mueble».

E Ignatieff llegó a afirmar: «El consuelo es aferrarse al amor por la vida tal y como es, aquí y ahora». Y añade: «El elemento esencial del consuelo es la esperanza: la convicción de que podemos recuperarnos de la pérdida, la derrota y el desengaño, y de que el tiempo que nos queda, por corto que sea, nos permite volver a empezar, fracasando quizá, pero como decía Beckett, fracasando mejor». Y concluye: «Este libro es una serie de retratos ordenados históricamente, cada uno de los cuales trata de una persona que, en una situación extrema, utilizó las tradiciones que había heredado en busca de consuelo».

Únicamente me referiré al capítulo 17 que trata de «La buena muerte: Cicely Saunders y los hospicios». Cicely Saunders, doctora inglesa, reinventó una antigua institución, el hospicio, que inicialmente fue un establecimiento benéfico para acoger niños abandonados, huérfanos o pobres. Saunders denunció la situación en los hospitales de su tiempo, en los que la terapia y el tratamiento seguían siendo competencia de los médicos, hombres en su mayoría, mientras que la medicación del dolor era tarea de las enfermeras y el consuelo se dejaba en manos de capellanes. E Ignatieff escribe que Saunders acabó con esta división, de modo que el consuelo pasó a ser tan importante en la práctica médica como la enfermería y la medicación del dolor.

Este último capítulo me llamó especialmente la atención, pues conocí aquí en Asturias, a principios del siglo XXI, a una mujer soltera, ya fallecida, empeñada en los últimos años de su vida en levantar un edificio, a semejanza del construido por Cicely Saunders en 1967, el St. Christopher’s Hospice, en el sur de Londres, para proporcionar atención al final de la vida de los pacientes. Y Saunders y mi conocida también lo llamaron «hospicio».

Y un escrito español sobre vida y muerte no puede omitir a don Miguel de Unamuno, vasco de Bilbao y llanero de Salamanca, autor de Del Sentimiento trágico de la vida, La agonía del cristianismo, El Cristo de Velázquez y San Manuel Bueno, mártir. Quizá para entender bien qué es lo de la consolación religiosa, sería recomendable la lectura del libro muy destacable de Manuel Fraijó, titulado «Filosofía de la religión» (Historia, contenidos, perspectivas), Trotta 2022.

Sin duda, para llegar a entender lo que quiso decir Unamuno, de que «el pueblo español no es de vividores, sino de moridores, incluidos el instinto de muerte como reveló la Guerra Civil», habrá que utilizar el libro de Fraijó, manoseando especialmente las páginas 355 a 369, que tratan del pensamiento de Unamuno dentro del capítulo X: «Otros filósofos de la religión». Pensando en el anhelo de Inmortalidad de don Miguel, medité en una nubosa tarde de octubre, ante un humilde nicho que en el Cementerio de Salamanca reúne los restos mortales del «religioso» polígrafo.