
Hace apenas un año el vertido incontrolado de pellets en las costas norteñas parecía programado como un recuerdo siniestro del Prestige. Las aguas se convertirían otra vez en pantanos envenenados donde la flora y la fauna serían incapaces de sobrevivir. La tragedia traería consigo una posterior catástrofe ecológica de consecuencias imprevisibles. El susto nos abrumó a todos con los peores presagios. Marea negra antes, marea blanca ahora. Nunca máis. Sin embargo, la memoria perdida en la niebla no salió en nuestra ayuda para aliviarnos con el reconocimiento de que la ruina producida por el Prestige (de duración prevista para diez o quince años por gente muy entendida que opinaba con total imparcialidad) se redujo, afortunadamente, a un tiempo mucho menor.
Lo cual no fue, desde luego, motivo de celebración ni de exculpaciones precipitadas, pero la gravedad de los males debe relacionarse, en todo caso, con el daño sufrido tanto en magnitud como en el tiempo experimentado. En ambos casos la proximidad de las elecciones exigía aprovechar la oportunidad del desastre para machacar en las urnas al adversario. ¿Apocalipsis por entregas? Verdad, posverdad, fake, bulos, la máquina del fango, unas veces a pedales y otras empujando con los ojos cerrados. Un poco de todo para que la confusión sea absoluta.
Los perplejos ciudadanos de todo el planeta, sufrimos en 2008 un descalabro económico que ni el más pesimista hubiera sido capaz de predecir. Como un castillo de naipes la solidez financiera se desmoronó estrepitosamente, llevándose con ella los honrados ahorros de mucha gente prudente y generando una crisis financiera que recordaba la debacle de la bolsa americana del 29, cuando de la noche a la mañana casi todo pasó a valer cero. ¿Un punto de inflexión el fatídico 2008?
Quizá pueda ser el año en que nuestra generación se percató con espanto de la inmensa vulnerabilidad del sistema, cuyos tentáculos acabarían afectando al futuro hasta del país más desfavorecido, como así ocurrió, sometiéndonos a una incertidumbre atroz que se extendió durante muchísimo tiempo y todavía culebrea amagando con una reedición. No se puede negar que este perverso episodio de las «subprime» generó de forma automática una desconfianza hacia todo lo que signifique poder, que, sin vacuna para remediarla, carcome la seguridad de los ciudadanos convirtiendo las legítimas expectativas en meros deseos expuestos a los vendavales de la sorpresa. Tan poco somos.
Desconfianza, duda, recelo, precaución, miedo. Ahora no solo las guerras nos atemorizan, el riesgo ante la muerte se percibe con doble preocupación porque, hablando de vacunas, además de las enfermedades de siempre un mal día llegó de China o de no se sabe dónde, un bicho que con cuatro aleteos nos organizó una pandemia de magnitud formidable, hasta que unos altruistas laboratorios descubrieron la forma de defendernos del bicho. El alivio de recibir protección contra el minúsculo monstruo no resultó la conclusión definitiva, las dudas, la desconfianza, no tardaron en aparecer, solo fue cuestión de formularse algunas preguntas: ¿Cómo y dónde exactamente había nacido el bicho? ¿Serían los propios laboratorios sus padres? Desde luego el negocio era escandalosamente evidente, como lo demostraron las oleadas sucesivas de ataques que con sospechosa frecuencia nos han ido poniendo contra las cuerdas desde el primer mordisco del bicho. ¿Se puede pensar, entonces, que no sea una manipulación indecente perfectamente programada en vez de un desgraciado fallo en una factoría china?
Hemos perdido la confianza en casi todo, nuestra relación con la realidad es un laberinto sin luz lleno de telarañas y trampas mortales. Solo de vez en cuando somos capaces de escapar de la virtualidad, olisqueando durante unos segundos el aroma de la certeza. Pero quizá nuestros amos cometan el error de dejar un resquicio. Quiero decir que si no nos permiten creer en lo humano, creeremos en lo divino, sea un dios de barro o un rayo sobrevenido del cielo. Al refugio nunca renunciaremos porque la pura contingencia vital exige encontrar un lugar donde depositar la fe en la supervivencia. La historia de veintiún siglos así lo confirma.
¿Acaso se puede confiar en algún gobierno sin ser un ingenuo? ¿Qué está pasando de verdad cuando se nos informa oficialmente de lo ocurrido aquí o allá? ¿Debemos aceptar sumisamente la versión que nos ofrece tal periódico o cadena de radio o televisión porque con ellos nos sentimos afines? ¿Somos capaces de descubrir la posverdad perfectamente cocinada en los fogones del poder? ¿Hay lugar en la imaginación para asumir el nuevo año con optimismo, cuando el recién terminado fue más o menos igual de malo que los precedentes? ¿No es más inteligente enarbolar el escepticismo, que exponerse continuamente a los latigazos de la decepción?
En estas páginas vaticinaba yo con amargo realismo hace poco más de un mes, que cuando los flashes de los periodistas se apagaran sobre el paisaje desolado de la dana en busca de noticias más efervescentes, la información sobre la reacción institucional a la tragedia solo nos iría llegando con cuentagotas, para ir desvaneciéndose poco a poco hacia una oscuridad casi total conforme el libro del tiempo fuera trayendo nuevos capítulos. Lo que realmente se pudo evitar de la riada estamos empezando a sospechar que no se sabrá nunca, pero nadie duda de que dejación gravísima de funciones se produjo, como tampoco se duda que ahora los malos y los peores proceden a enterrar bajo el lodo también su responsabilidad.
Es lamentable resignarse al cínico oscurantismo que nos sirve en una copa templada un cóctel de demagogia y de cicuta. ¿Cuántos de los que ahora despellejan al adversario han sentido con verdadero dolor la muerte de esas más de doscientas veinte personas? ¿Hay plato más suculento que el que se vaya preparando a fuego lento hasta unas próximas elecciones con los lomos de los irresponsables? ¿Dará interesantes réditos la tragedia? La posverdad ya se está cocinando, dimisiones no hay porque no hay motivos para que las haya, si acaso tú y solo tú eres el culpable.
La ebullición inicial de la solidaridad española, sin duda sincera por espontánea, ha dado paso a retazos aislados de colaboración humanitaria que en época de Navidad son efluvios emotivos. Pero el sufrimiento y la devastación continúan enseñoreados de aquellas tierras y solo sus habitantes conseguirán convertirlos en recuerdo de una pesadilla. ¿Y qué dice la posverdad sobre las sospechosas andanzas del fiscal general del Estado con su móvil? ¿Tendrá ya perfectamente construido su «relato» exculpatorio? ¿Cosas sin fundamento del PP para ablandar los flancos sanchistas? Ni García Ortiz ni Mazón encuentran razones para abandonar su cargo mientras la justicia no demuestre su culpabilidad, como se hace siempre en este país tan poco aficionado a la honradez política.
¿Y qué decir del esperpéntico trío Aldama-Ábalos-Koldo? ¿Será la justicia capaz de descubrir todos sus cochinos tejemanejes, trapicheo de mascarillas incluido? ¿Justicia, digo? ¿No está también en entredicho la diosa suprema? Yo diría que en el cómputo total de incredulidades nacionales ocupa un puesto destacadísimo, con toda la mala noticia que supone verse obligados a aceptar que el pilar fundamental del estado de derecho muestra grietas abundantes y profundas. Miro el reloj y compruebo que faltan unos minutos para que los Reyes nos empiecen a visitar. Momento perfecto para claudicar al optimismo, ya habrá tiempo de flagelarse, la nueva novela de 365 páginas acaba de empezar y todavía falta que sus autores nos la dediquen.
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