La casa del cantaor

OPINIÓN

Camarón, con el guitarrista Tomatito, en una imagen de 1992
Camarón, con el guitarrista Tomatito, en una imagen de 1992

07 ene 2025 . Actualizado a las 08:35 h.

Al igual que sucede con la mayoría de las artes, no hace falta ser precisamente un entendido para acceder al goce estético que proporciona el flamenco. Basta con estar dotado de sensibilidad, interés, un poco de perseverancia si eres norteño y disposición para el aprendizaje porque, como ocurre con muchas de las creaciones artísticas, el dulce aguijón de la curiosidad espolea para conocer cada día un poco más, empaparse de la tradición y descubrir el contexto en que tal disciplina popular se desarrolla. En el cante flamenco, cuesta imaginarse la emoción concentrada del mano a mano entre Camarón y Morente, por poner dos de los más grandes, en el Frontón de Madrid (1980), pues no hay registro sonoro del evento. Por suerte, sí contamos con infinidad de grabaciones y material audiovisual de las dos figuras, que además fueron grandes divulgadores de la poesía española. De aproximarse apenas a su magna obra hay solo un paso a cantar a un niño entre brazos la Nana del caballo grande (interpretación por Camarón del poema lorquiano de Bodas de Sangre) o a permitir que la voz de Morente te agite con su cante del Niño Yuntero (Miguel Hernández) hasta el punto de desear ser «el martillo verdugo de esta cadena» para librar a las generaciones que despiertan de los males que les transmitimos. Este saber, como las bellas artes, tiene por fin «añadir un poco de espiritualidad a la vida», sacarnos de nuestra limitada condición y elevarnos, porque «no hay nada, por innoble que sea, que el arte no pueda santificar», en palabras de Óscar Wilde.

Escribo estas líneas mientras regreso de Granada, patria de poetas y cantaores, una ciudad que es crisol de culturas y derrocha vida, monumentalidad e historia y que hasta ahora ha conservado bien sus espacios combinándolos con la modernidad y funcionalidad. Ya no pueblan sus adarves gente enemiga, como en el verso de Rafael Alberti (Balada del que nunca fue a Granada) sino un espíritu intercultural, acogedor y vibrante. Del atractivo de la ciudad da testimonio la riada de turistas internacionales, que vienen en viaje iniciático como nosotros vamos a Florencia, sabiendo que, aunque todas las ciudades atesoran sus secretos y su Dios del lugar, es en un puñado de ellas donde se concentra con mayor intensidad el cruce de caminos de la historia y su huella indeleble. Granada es una de ellas, por el carácter único del legado andalusí y por ser epicentro del decisivo año 1492: allí se entregó el Reino para tratar de evitar su destrucción y allí se otorgaron las capitulaciones de Santa Fe que dieron paso al viaje colombino que transformó el mundo.

Con esas credenciales y su larga nómina de creadores y personajes, sin embargo, Granada, no cuenta con ningún espacio que recoja y compendie la vida y obra de Enrique Morente, un olvido imperdonable. Aunque su memoria siga encendida en la admiración de sus fieles, en las miles de personas que asistieron a su capilla ardiente en el Teatro Isabel La Católica y en todos los centros de cultura flamenca que pueblan la ciudad, no hay en ella una casa-museo sobre su figura, a la espera de lo que pueda conseguir la creación reciente de una Fundación auspiciada por su familia. Su hogar natal, una casona regionalista de principios del siglo XX en el Albaicín, donde su familia vivía de alquiler, lo ocupa ahora una vivienda turística. Signo de nuestro tiempo, donde se destripa y falsea la identidad del lugar si el beneficio lo justifica y donde podemos ver debajo de la digna y sobria placa que reza «En esta casa nació el cantaor Enrique Morente 1941-2010 (Asociación de Vecinos Bajo Albayzín)», la fealdad intrínseca de la que ilustra los «alojamientos con encanto». Otra vivienda turística más en el proceso de gentrificación y desposesión contra el que claman las pancartas de los vecinos en distintos emplazamientos del barrio. Posiblemente, si fuésemos conscientes de la proyección de nuestras decisiones sobre el patrimonio común, y si fuésemos capaces de enlazar actitudes personales y salud social y cultural colectiva (vínculo del que nos hemos divorciado, como lo hemos hecho con la realidad), no entregaríamos espacios como éste a usos de estas características, dirigiendo a los turistas a los establecimientos profesionales que les corresponden, que son a los que hay que acudir cuando se está de visita, por otra parte. Pero esa es otra historia y habrá de ser contada en otro momento.