Visita sin final feliz

Jose Cancio
José Cancio REDACCIÓN

OPINIÓN

«El Jardín de las delicias» de El Bosco
«El Jardín de las delicias» de El Bosco Museo del Prado

04 ene 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Pasaban unos minutos de la una y media de la tarde cuando los seis japoneses y los tres italianos salían del Museo del Prado, conducidos responsablemente por el guía turístico que habían contratado desde sus respectivos países. Al día siguiente ya estarían de regreso para celebrar la fiesta de fin de año en Tokio y Turín, respectivamente, después de pasar una semana en Madrid, excursión agitada a veces y expuesta a varias perplejidades, pero sin saber del todo qué contarían de la aventura al llegar junto a sus familiares y amigos.

Porque para eso, el móvil, con sus fotos y sus vídeos, es la memoria más útil de que disponemos desde que sustituyó a nuestros ojos, pocas veces atentos al paisaje, monumento o sorpresa que se nos pone por delante exigiendo admiración. La visión del presente se desprecia en favor de la contemplación participada en un momento futuro, mejor si también se produce en compañía de alcohol. Esta paradoja de estar en un sitio solo virtualmente para sentirse así identificados con los dictados de la moda es una curiosidad muy especial que a uno le cuesta trabajo comprender.

Tres horas antes, en la puerta del Museo, el guía ya les había hecho saber que se llamaba Nicolás y no vivía en Madrid, sino en un pueblo incrustado en la Sierra Norte, donde las crestas nevadas de los montes hacían pensar a los lugareños que la Navidad duraba casi todo el año. Al llegar precisamente estas fechas, Nicolás siempre contaba lo mismo a sus clientes y siempre recibía de ellos una enhorabuena silenciosa, ese gesto risueño de envidia contenida que se dirige a los que, sin sentirse especialmente afortunados, disfrutan de lo auténtico.

El recorrido por el Prado se había producido conforme al programa planificado. Como sus colegas, Nicolás conocía perfectamente a qué salas debería ir dirigiendo a su rebaño para que salieran felices y asombrados ante tanta maravilla acumulada en las largas paredes del museo. Contemplando las Meninas y el Fusilamiento del tres de mayo, sus miradas se habían llenado de esa luz única que refleja el convencimiento de estar situados frente a unas obras cuyo inmenso prestigio encuentran plenamente justificado.

«Claro, es que estos cuadros son algo fuera de lo corriente, Velázquez y Goya son verdaderamente únicos», se diría que comentan dos japoneses sin pestañear y muy cargados de razón. Esta visión idolatrada, que se adormece con el paso de los minutos, había sido después la del niño boquiabierto ante el espectáculo total cuando por fin se enfrentaron a El jardín de las delicias. El Bosco es inconfundible, ha merecido la pena venir de Tokio y Turín para poder observar con minuciosidad escrutadora de joyero el variado repertorio de escenas erótico-moralizantes que su fantasía lisérgica expresó con la máxima voluptuosidad posible.

Y quién diría, viendo tantas muestras de orgiástica sensualidad, que el Bosco era un hombre profundamente religioso, como he leído, le dice en español muy correcto el joven italiano Alessio a Nicolás, esperando la conformidad. Por su parte, los japoneses continúan asombrados, no saben por dónde empezar a mirar; el tríptico es pura divulgación moral, pues no de otro modo se pueden interpretar los tres universos que imantan al ser humano y lo siguen perturbando.

A la izquierda, el cielo como promesa; en el centro, la vida y sus tentadoras miserias; y a la derecha, el castigo del fuego eterno. El Bosco ha convertido los símbolos de la existencia en una obra maestra y no hace falta ser cristiano para comprender su grandiosidad. Alessio y sus amigos tampoco pierden detalle: «Qué imaginación desbordante, qué colorido».

Fuera del Museo, el cielo madrileño se ha llenado de soberbia, ofreciendo un azul tan único como el brillante de Fra Angélico que acaban de contemplar. Nicolás eleva la barbilla con el gesto del pastor que exige atención a su grey, antes de explicarles que al terminar de cruzar el Paseo del Prado comenzará el recorrido por el Barrio de las Letras, segunda parte del itinerario cultural. Si fueran españoles, los intentaría sorprender con su ingenioso chascarrillo: «Antes se llamaba de Las Musas, y a mí, personalmente, me parecía un nombre más adecuado para designar al barrio de los grandes escritores que este de Las Letras. A fin de cuentas, letras las tenemos todos a fin de mes».

Suben por la empinada calle de Cervantes para alcanzar, en el número once, la casa de Lope de Vega, milagrosamente preservada de la acción de la piqueta y agraciada por una ambientación muy conseguida. Según se recorren sus nobles aposentos, para terminar en un patio que es un privilegio en pleno corazón de la ciudad, se siente uno respirando el mismo aire del Siglo de Oro. Los nueve turistas muestran su complacencia ante el solemne discurrir entre piedras añejas, valoran con respeto la historia. Nicolás asiente y les informa de la necesidad de continuar el trayecto hasta la casa de Cervantes, pocos metros más arriba, no sin antes advertirles que en la calle de Lope de Vega descansan curiosamente los restos de don Miguel. «Mmm, el uno en los dominios del otro, como un juego divertido», interviene de nuevo Alessio.

La casa de Cervantes nada tiene que ver, es modesta, oscura. Es la casa que corresponde a quien no tuvo ni de lejos el éxito de Lope. A Alessio le cuesta trabajo comprender que el autor del Quijote hubiera sido alguna vez un personaje de segunda. Pero el tiempo transcurre y las visitas programadas no admiten retraso, piensa Nicolás, justificando con el reloj su falta de respuesta a Alessio. Afortunadamente, llegan a la hora acordada para visitar la de Quevedo, residencia anterior de su rival Góngora, hasta que, aprovechándose de la fama, había conseguido desalojarlo.

Cuatro casas de cuatro grandes personajes de la literatura española, cuyas puertas se alcanzan con solo estirar los brazos, dijo Nicolás de su propia cosecha como resumen final, no poco satisfecho de haber contribuido una vez más a la exaltación cultural de su país. Volvió a mirar el reloj, tranquilo ya ante la inexistencia de prisa, lo que faltaba por visitar no estaba sometido a horario alguno. En cuestión de unos minutos, están situados frente a un edificio de reminiscencias griegas, erigido dos siglos antes para acoger la noble función de Congreso de los Diputados. «Este templo es el Parlamento Español», dice Nicolás con voz sobria y escasa gana, antes de ironizar: «Lo que decidan los dioses aquí dentro será el futuro de los pobres pecadores». Los japoneses lo miran con incomprensión, sin atreverse a preguntar el motivo del comentario desdeñoso, y los italianos abren una sonrisa, eso sí, leve; la complicidad también tiene sus reglas.