La fragilidad del organismo humano al nacer, nuestra debilidad, frente a la definida constitución de otras especies animales, nos convierte en individuos en extremo dependientes del cuidado; no podemos desarrollarnos sin ser moldeados por otros seres humanos a través del proceso de socialización que llevarán a cabo la familia, la escuela, etcétera.
Para formar nuestra personalidad y el reconocimiento de la propia identidad es preciso haber dispuesto de espejos en los que contemplarnos durante el camino, y estos serán los otros, aquellos que nos han mirado con cariño incondicional. Es como si los humanos compartiésemos un espíritu común que se nos ha confiado y que constituye la savia que recorre los árboles de nuestra interioridad; esta se hallará seca e inválida sin esa sustancia que la riega para que pueda crecer y alcanzar su desarrollo. A pesar de las diferencias, nos une un núcleo generador que no es más que las múltiples caras del afecto.
Nada puede hacernos más daño que el abuso, el abandono, la incomprensión que llega por parte de otro —más aún si es alguien importante para la subjetividad en formación y se produce en la infancia—. Los árboles de un bosque comparten raíces subterráneas, las nuestras son más volátiles —a veces van por las nubes—, se rellenan de sueños y es difícil no traicionar la fantasía. El grado de delicadeza que se precisa para educar no es siempre imaginable.
Si el daño se ha producido, al llegar a adultos seremos capaces, con nuestra decisión, de recuperarnos; querer superarlo ya es un avance. Esto lo expone, desde la psiquiatría, Anabel González en su libro No soy yo. Es necesario poder recordar los episodios de nuestra vida con normalidad, desbloqueando emociones que, aunque permanezcan ocultas, no dejarán de estar presentes. El trauma ha sido causado por un vínculo, curiosamente la recuperación será posible al crear vínculos nuevos, relaciones. Por medio del trato con otras personas «...vamos dejando que el aire del presente ventile esas memorias antiguas»; las emociones detenidas deberán incorporarse, desde el cuidado, al torrente regenerador de las nuevas experiencias que formarán parte del camino de la vida.
Puede resultar paradójico afirmar que el peor trauma para un ser humano siempre procede de otro, pero también va a ser otro, otros, los que ayudan a recuperar los cristales rotos del espejo que, al unirlos, nos permitirán volver a mirarnos para reconocernos en la exclusividad de nuestro ser. Como dice Anabel González, «el contacto humano contrarresta el impacto negativo de las experiencias».
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