El mejor expresidente que hemos conocido de Estados Unidos fue sin embargo un mal presidente. No lo tuvo fácil, pero encadenó numerosos errores que le costaron la presidencia y la burla a un tiempo de gran parte de la clase política. Sucedió a un Ford lastrado por el escándalo de su antecesor, Nixon, por apenas medio millón de votos; y un actor, Reagan, con una dura campaña con términos como recesión, depresión y recuperación, enterró todas sus aspiraciones en la Casa Blanca. El magnate georgiano y del cacahuete se convertiría, sin embargo, en un activista por los derechos humanos y la paz único en la historia norteamericana.
Cuatro décadas incansable poniendo en primer plano los derechos humanos y la realidad de los más vulnerables. No importó el país. Carter era Carter, no sujeto a ninguna orden ni imposición, sino a su criterio y bondad. La bandera de la paz o, como Macron señaló, «combate por la paz», son el mejor legado que nos deja el longevo, centenario, presidente. No importaba si era en cualquier país de América Latina, en Sudáfrica, Haití, Corea del Norte o Cuba.
Su aura política creció paralela a un altísimo prestigio y respeto por su labor y su testimonio. Y con ello se ganó el respeto total del pueblo norteamericano y su valoración humana y social. Ejemplar, comprometido, luchador, seductor de la palabra y pragmático en la acción, no cejó jamás en su misión. Camp David es el mejor testimonio que nos deja, con los acuerdos entre Egipto e Israel. Siempre un gesto amable, una sonrisa inquebrantable y una enérgica actitud, incluso discrepante con la posición oficial del inquilino de la Casa Blanca. Que se lo digan al siguiente demócrata que llegó tras él a la Casa Blanca, el también sureño Clinton, con el programa nuclear de Corea del Norte.
No fueron años sencillos los que le tocaron en su presidencia, de 1977 a enero de 1981: inflación, estanflación, problemas sindicales, crisis económica y social, autoestima baja como país, desilusión exterior tras los años de Vietnam, y, sobre todo, los rehenes de Teherán, conflicto tan mal gestionado como peor resuelto, con un régimen teocrático que los libera justo el día del inicio de la presidencia de su sucesor, para escarnio de Carter. Mensajes y entrevistas, audiencias y discursos donde el liderazgo y la malaise acabaron lastrando absolutamente su imagen.
Tuvo todo para recluirse y aislarse en Georgia, donde había sido gobernador, tras la salida de la Casa Blanca, como hizo en su momento Johnson, quien no optó sorpresivamente por la reelección y facilitó la llegada de Nixon, el presidente dimisionario. Y Carter emerge, sin embargo, como forjador de acuerdos, de paz, de lucha por los derechos. Y ahí se forja su legado, que llega hasta hoy y que permanecerá ligado a su nombre. Aunque la Fundación Carter se acabe diluyendo sin la figura del expresidente.
Time, la revista más icónica del mundo, lo definió como el mejor expresidente y el peor presidente. Quizá haya sido una exageración. Quizá no. Hace unos meses, en su casa-rancho, su familia, desde el respeto de la lejanía y el cariño al patriarca, nos dejaba una imagen de un Carter enfermo, en paliativos, recostado en una silla camilla y con sondas. Hasta el último aliento estuvo presente. Era Carter. Un luchador de dignidades, humilde, ejemplar y, a la vez, contradictorio.
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