La ficción ilógica se apodera de la realidad

OPINIÓN

El presidente electo de los Estados Unidos, Donald Trump, el CEO de Tesla y director del Departamento de Eficiencia Gubernamental, Elon Musk, y el vicepresidente electo, J. D. Vance, presencian un partido en MAryland.
El presidente electo de los Estados Unidos, Donald Trump, el CEO de Tesla y director del Departamento de Eficiencia Gubernamental, Elon Musk, y el vicepresidente electo, J. D. Vance, presencian un partido en MAryland. Brian Snyder | REUTERS

25 dic 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

El pasado viernes un ministro, el señor Óscar López, acusó públicamente a un juez, el señor Peinado, de prevaricador. La noticia fue difundida por las agencias y las televisiones y recogida por las ediciones digitales de los periódicos y los medios nativos de ese formato con diversa fortuna, en algunos merecía un titular de buen tamaño en lugar destacado y en otros era difícil de encontrar o ni siquiera aparecía. En un momento en el que tanto se debate sobre el lawfare y la independencia judicial, supuse que la grave acusación del ministro provocaría un notable revuelo. Vi las portadas de los diarios impresos del sábado, revisé con detalle las ediciones digitales, me fijé especialmente en los editoriales y los columnistas, siempre prestos a denunciar las injerencias del poder ejecutivo en el judicial, mi decepción fue absoluta. ¡Ni un comentario logré hallar! Incluso fui incapaz de encontrar la noticia en algún medio de derechas. El lunes sí reaparecía la noticia, en uno de izquierdas y en otro moderado, ajeno a la campaña antisanchista. Parece que era verdad que el señor Peinado había sufrido otro despiste, así lo definirán sus amables colegas si se ven obligados a valorarlo, y eso debía pasar desapercibido.

Es uno de tantos acontecimientos que muestran que en la política y, desgraciadamente, cada vez más en la información, sea periodística o informal, lo importante es la realidad construida, muy por encima de lo que verdaderamente sucede. Para ser ecuánime, debo constatar otro fenómeno de realidad transformada, que sí tuvo gran eco en los medios conservadores y no produjo el deseable bochorno en los progubernamentales: la petición del presidente del gobierno a la oposición de que pidiese perdón al fiscal general del Estado, supongo que por haber menospreciado su habilidad para borrar mensajes del teléfono móvil en el momento preciso para conseguir que fuese imposible saber si había alguno que lo incriminase.

Sin duda, el partidismo de los medios y la confusión de la propaganda con la información no son una novedad, pero lo que sí ha cambiado en el siglo XXI son las características de la ficción y parece que, con ellas, de la política y el periodismo, además de los instrumentos disponibles para comunicar ideas, noticias o fábulas.

La ficción tradicional siempre tuvo una lógica interna, por fantástica que fuese. Cuando era adolescente me gustaba Lovecraft, su mundo era irreal, pero guardaba coherencia. Lo mismo sucedía con los vampiros creados por Bram Stoker. Esa lógica propia, combinada con la capacidad de los autores para dosificar la intriga y el misterio, permitía que el lector pudiese trasladarse a su particular universo e incluso sentir miedo a pesar de ser consciente de que se trataba de fabulaciones imposibles. Lo mismo sucedía con el cine o con la literatura policiaca o de espionaje, aunque estos últimos géneros debían crear historias que pudiesen haber sucedido realmente. Es cierto que algunas series, como la de James Bond, prescindían de la verosimilitud, pero, como el llamado cine de acción, eran subgéneros en los que se buscaba el espectáculo, sin que el guion importase demasiado. En el siglo XXI, ni la coherencia interna ni la credibilidad cuando se abandona el género fantástico importan.

Vi hace una semana una serie de éxito, Palomas negras, que había sido elogiada por la crítica y, además, estaba protagonizada por una actriz que me gusta, Keira Knightley. Los personajes me resultaron inverosímiles desde un principio, el masculino es muy almodovariano, pero en una ficción con cierta lógica interna eso podría aceptarse. El problema reside en que sus perpetradores sitúan la acción en Londres y en la actualidad, no en una ciudad y un país imaginado, o en un futuro más o menos distópico. Es difícil aceptar una historia plagada de asesinatos en la que la policía ni aparece ni investiga; se comete uno en la embajada norteamericana, llena absurdamente de militares uniformados y armados, suena la alarma y no se les ocurre ni cerrar las puertas para que no salga la asesina. Que una red de espías sitúe a una mujer como esposa del ministro de defensa, candidato a ser primer ministro, y la mande a cometer asesinatos, exponiéndose a perderla, es tan ridículo como para haber dejado de verla, pero reconozco que, a pesar de irritarme en cada capítulo, la soporté hasta el final para saber cómo resolvían el asunto. No suelo poder evitarlo, solo el Almodóvar posterior a Laberinto de Pasiones logró que abandonase sus películas sin preocuparme del desenlace y, finalmente, que ni las empiece a ver. Las dos primeras me gustaron por lo que tenían de disparatadas, lo terrible fue cuando quiso ponerse serio y mezclar su mundo con el real.

El problema del siglo XXI no reside en que guionistas y directores de cine y series, incluso escritores populares como el trío Mola, hayan decidido prescindir de la coherencia y/o la verosimilitud, sino que la realidad se parece cada vez más a esa mala ficción. No es casual que Steven Seagal haya sido designado enlace cultural entre la Rusia de Putin y la América de Trump. El creciente avance del iliberalismo en la sociedad va parejo de la imposición de la ilógica en la política y los medios de comunicación. El fin de las utopías ha servido para que llenen su espacio pérfidos fabuladores.

Ni el peor guionista hubiera concebido el triunfo de Donald Trump en Estados Unidos, menos todavía el gabinete ministerial con el que amenaza al mundo. Si resulta inverosímil ver en el poder a esos plutócratas bailarines, amantes de las groserías y las payasadas, solo hubiera sido concebible en una comedia disparatada de serie B que un antivacunas se convirtiese en ministro de Sanidad, un presentador de televisión se hiciese cargo del Pentágono, un exjugador de fútbol americano de la vivienda, un defensor del fracking y de los combustibles fósiles de la energía y en inteligencia se situase a una admiradora del tirano ruso. Al mismo tiempo que eso sucede en EEUU, tenemos a soldados norcoreanos luchando contra Ucrania en las filas de Putin, a izquierdistas, sedicentes defensores de los derechos humanos, que lamentan el fin de la criminal dictadura de Siria, a la líder del principal partido francés definiéndose como antieuropea. Eso sí, la impunidad con que Israel, un país cada vez más dominado por el integrismo religioso, oprime a los palestinos y mata a miles de civiles mientras la «comunidad internacional» mira para otro lado no es del todo nueva, solo la dimensión del crimen actual.

Nuestra sociedad se ha identificado con la ilógica, lo que la hace más proclive a ser engañada. En todo el continente americano, pero también comienza a notarse en Europa, se expande el fundamentalismo religioso. Cuatro siglos después de Galileo, un porcentaje importante de la población de los países ricos, con educación universal, es terraplanista. En el Senado español se defiende el creacionismo bíblico frente al hecho de la evolución de las especies. Puede parecer ilógico que los plutócratas bailarines se hayan hecho con el poder en el país más poderoso del mundo, pero su gestión va a tener lógica: la política va camino de convertirse en un negocio dirigido por una oligarquía, mientras el pueblo, alucinado por los fabuladores, aplaude sus gracias.

España no se libra de la influencia de la mala ficción. Las derechas han encontrado un filón para desgastar al Gobierno en los cuatro casos judiciales que le atañen, pero no parece que su estrategia sea muy acertada. Suena a broma que lo intenten definir como el más corrupto de la historia, o que se atribuya una corrupción consustancial al PSOE, desde 1879, precisamente por el PP o por Vox, un partido que reivindica la dictadura del general Franco. No digo que el pasado del PP, muy presente debido a que se están resolviendo todavía casos de corrupción que le afectaron, lo inhabilite para criticar los del PSOE actual, pero no necesita una exageración en los términos que debilite sus argumentos.

En realidad, el Gobierno solo está afectado por un verdadero caso de corrupción grave, que todavía no se sabe qué dimensión real tiene, el que implica a los señores Ábalos, García y Aldama. No es del todo sorprendente que haya medios que consideren que todas las acusaciones que hace el señor Aldama para intentar librarse de la prisión provisional son ciertas, aunque no las haya respaldado con pruebas, pero es algo que pertenece al terreno de la propaganda. El proceso se va a prolongar en el tiempo, eso dañará al PSOE, pero si no se prueba que fue financiado ilegalmente o que están implicados más cargos, siempre podrá alegar que apartó a tiempo a los ahora investigados y que se trata de un caso aislado.

La investigación sobre el hermano del presidente del gobierno es algo menor, ni es un cargo político ni tiene un sueldo elevado, aunque sería feo que se llegase a demostrar que fue contratado por lo que coloquialmente se llama «enchufe». Que sea algo todavía demasiado frecuente en este país no lo convierte en presentable, tampoco es excusa que lo practiquen los mismos que ahora se escandalizan, pero hay que esperar a conocer la verdad antes de emitir un juicio. La filtración de los correos del abogado de la pareja de la señora Díaz Ayuso es una estupidez política. La fiscalía podría haberse limitado a desmentir que le hubiera ofrecido un trato y habría acabado saliendo a la luz, sin necesidad de comprometer a nadie, que fue González Amador quien se había prestado a reconocer el fraude. En cualquier caso, habrá que ver si llega a demostrarse quién los filtró, pero el asunto parece poca cosa para que la presidenta de la Comunidad de Madrid se presente como una víctima de la «dictadura sanchista». Al fin y al cabo, los hechos son los hechos. Independientemente del fraude fiscal, el presunto trato de favor municipal en la reforma del piso que usan, que habría recibido ese señor y disfrutado ella, no se aleja mucho de lo que, también presuntamente, habría sucedido con el hermano del señor Sánchez.

Queda el caso de Peinado, en el que no se atisba enriquecimiento ilícito de nadie y solo se ve a un juez que, sin indicios serios, inició una investigación sobre la esposa del presidente del gobierno en la que cada día es más difícil saber qué busca. Probablemente sea este el procedimiento que dé al señor Sánchez más motivos para quejarse de los jueces, junto a la muy política reacción judicial contra la amnistía. De guionista creativo, digno de una serie moderna difundida en streaming, fueron los intentos de convertir al señor Puigdemont en terrorista o en agente de Putin; corto recorrido tuvieron, pero lo de la malversación lucrativa, el enriquecimiento sin haber ingresado un céntimo de euro, tampoco es fácil de digerir, aunque esta vez sea el Supremo el redactor del guion.

Ya he escrito que me parece positiva la amnistía, también que creo que es constitucional y tiene precedentes en otras etapas constitucionales españolas, pero no me gustó ni cómo ni por qué se aprobó. Ahí tenía el PP buenas armas contra el Gobierno, pero el prófugo Puigdemont se ha convertido de repente en el líder de un partido democrático con el que se puede tratar ¡estos guionistas! Nunca estuve seguro tampoco de que mereciese la pena esta mayoría de investidura, ni estable ni progresista, que tantas cesiones poco justificables obliga a hacer y a tantas derrotas conduce. Hay quienes creen que lo importante es evitar como sea la llegada al poder de Vox, comparto sus temores, pero el peligro de descrédito es real.

También es cierto que Pedro Sánchez pudo realizar este lunes un buen balance del año económico y que el Gobierno de coalición es una garantía para los derechos sociales y los servicios públicos, que ha sido importante el avance en la normalización política de Cataluña y que hasta parece posible que en 2025 pueda ser revisada la ley mordaza, un verdadero ataque a las libertades que no procedió precisamente del PSOE, pero la cuestión de la financiación autonómica es delicada y la debilidad parlamentaria produce desconcierto entre la ciudadanía. La inflación y la carestía de la vivienda provocan que la bonanza económica no se aprecie plenamente. Sus llamativos vaivenes le han restado credibilidad a Pedro Sánchez, aunque tiene la ventaja de que Núñez Feijoo tampoco es un ejemplo de coherencia y su discurso se limita al viejo «váyase» aznariano y a prometer bajadas de impuestos que es dudoso que pueda cumplir. Los coqueteos de Puigdemont con el PP benefician relativamente al presidente del gobierno, hay quien está a la espera de pescar en el río revuelto.

Mientras tanto, el debate político se ha convertido en un esperpento. El diálogo de besugos se ha transformado en el remedo de una mala película de acción. No es sano que el presidente del gobierno y el líder de la oposición ni se saluden. Si esta forma de hacer política se prolonga, no puede resultar nada bueno. Solo la abstención y la extrema derecha sacarán rédito del hartazgo de la ciudadanía. Ojalá me equivoque, es posible que solo sea que, anclado en el pasado, no entiendo a los guionistas del siglo XXI, pero creo que hasta los más ateos añorarán, cuando este año termina, un poco de espíritu navideño, siempre será una ficción más amable.