Mientras los padres (es decir, los Magos de oriente) no se opongan, como seguramente ocurrirá, la Navidad seguirá siendo la fiesta por excelencia de los niños. Lo digo parafraseando casi a Chesterton: «Lo maravilloso de la infancia es que cualquier cosa en ella es una maravilla» (sic).
Y si maravillas supone para los niños, para los mayores, dueños de sus propias decisiones, la Navidad representa un tiempo de vacaciones laborales, de posibles nieves que blanquean el presente si es amargo, de reuniones familiares con los de cerca y con los que vienen a pasarla con nosotros, y de intercambio de regalos siempre generosos, pues la intención de quien los hace pasa por el filtro de los mejores deseos y si no se cumplen las expectativas del obsequiado importa menos que si se olvidan de él.
Los que ya superamos cierta edad recordamos con nostalgia aquella época de inocencia infantil que compartían con nosotros los adultos; la gente tenía por entonces un cerebro menos efervescente y revolucionado, tanto porque la revolución de cualquier tipo era imposible bajo la sombra de la bota, como por el hecho de que la existencia se interpretaba en cierto modo como un pasar las hojas del calendario con la mejor disposición posible para afrontar esperanzados el futuro. Se respiraba cierto conformismo, que no siempre es sinónimo de resignación, ni mucho menos de odio camuflado a la espera de la revancha justiciera. Los que mejor respiraban ese oxígeno dosificado y hoy todavía lo siguen respirando, son los sufridos héroes de la clase media, objeto eterno de coces desde arriba y puñetazos desde abajo. Se ha decidido que por ser culpables de prácticamente todos los males no se merecen otra consideración que el oprobio y el bozal bien apretado. En el medio está la virtud, la mediocridad es justo lo contrario.
Aparquemos la demagogia, nadie discute que sea condición humana el legítimo deseo de mejora, sin él no existiría ni el progreso individual ni el colectivo. Y tampoco cuesta comprender que quienes están hambrientos de pan y de justicia quieran levantar el dedo acusador contra el poder, pero afortunadamente en la actualidad ese grupo social es reducido si se compara su porcentaje con el de la penuria vivida en décadas de posguerra, donde la máxima aspiración se reducía a sobrellevar la existencia sobre los hombros de la mejor manera posible. Con todo, es muy delicado abrir este melón y lo voy a ir cerrando a toda prisa por si acaso, las sensibilidades con que se interpretan las palabras ajenas son tan variadas como las personas y deben respetarse, máxime ahora que los desacuerdos se están produciendo en España en mucha mayor medida que los acuerdos y además con inédito entusiasmo. Si unos no cejan en su empeño de empujar por estribor y otro lo hacen con la misma furia por babor, es probable que el próximo año terminemos naufragando, aunque en realidad esa amarga experiencia ya la hemos vivido varias veces a lo largo de la historia y siempre encontramos el modo de sobrevivir.
Volviendo a las Navidades (en todo caso época más de uvas que de melones, atragantarse es muy malo), de un tiempo acá se confirma que es muy guay demostrar abiertamente asco y repulsa hacia ellas, está de moda repudiarlas como estuvo de moda ansiarlas desde que terminaba el verano. A mi modo de ver resulta inconsistente argumentar que suponen un consumismo excesivamente oneroso para ser soportado por las anoréxicas arcas domésticas. Curiosamente, los que las critican por la frivolidad tontorrona que suponen, encuentran en cualquier puente vacacional una espléndida justificación para hacer un viaje pequeño o no tan pequeño, o incurren en caprichos continuos que desangran las economías, condenadas a tiritas sucesivas para frenar las heridas cada final de mes. Y lo hacen como si los desplazamientos, los hoteles, las comidas, los conciertos y las copas fueran igual de gratis que los baratísimos iphones y resto de condecoraciones imprescindibles para ser homologados socialmente. Lo paradójico es que la juventud de derechas coincida en este pensar con la de izquierdas, compitiendo las dos por conseguir la medalla de la felicidad total con solo ponerse a ello. Una pena que además de en la pasión por las frivolidades no haya coincidencias en todos los aspectos para que remar todos hacia delante fuera un convencimiento. Con Reyes (sean magos o simplemente humanos y zarzueleros), o con república (sea respetable o bananera), nadie duda de nuestra sobrada capacidad para levantarnos de la tumba, como Lázaro, y echar a andar.
Este de las Navidades no es un asunto especialmente grave ni merece un largo debate, si ahora sale a colación es porque faltan muy pocos días para su inicio y puede resultar oportuno opinar sobre su impacto social. Y opino que no participo en absoluto de esta condena exaltada de su celebración que se ha instalado en el sentir de algunos sectores. Que su rechazo se deba a los excesos gastronómicos o a que muchos les produzca un tufo desagradable tanto festejo a celebrar en un par de semanas consecutivas, es una postura perfectamente legítima, faltaría más, pero apelar al ahorro como decisión responsable cuando lo exige el presente o lo insinúa el futuro, solo es consecuente de verdad si se practica a lo largo del año entero, no solo durante dos semanas. En lo que a mí respecta, y con todo el afecto, les deseo:
Feliz Navidad, aunque sea.
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